La tertulia del café Pombo, de José Gutiérrez Solana.
No sabían los vecinos de mi calle el capital que estaban dejando de ganar con sus charlas, sentados al fresco en las noches de verano, si en aquellos tiempos hubiese habido televisión y se hubiesen puesto de moda las tertulias. Daban un repaso a todo lo noticiable que había sucedido durante el día y si el devenir cotidiano no había dado mucho de sí, no por eso faltaba conversación. De una cuestión se pasaba a otra por mínimo que fuese el vínculo que existiera entre ellas. Bifurcaciones y ramales que hacían inagotables los temas. Los niños escuchábamos embelesados las historias que contaban los mayores y si el contenido entraba en terrenos escabrosos alguien daba el aviso diciendo que había ropa tendida y así eludían o soslayaban lo más descarnado. Algunos de estos vecinos eran extraordinarios narradores que sin perderse en detalles prolijos daban los justos para hacer amena la charla, con gracia, precisión e intriga. Don natural el de saber contar las cosas que no todos poseemos.
Viene a cuento esta reflexión por los programas de debate que hay en las televisiones. Salvo honrosas excepciones los tertulianos dan pena y a veces provocan irritación en los espectadores. Estos charlatanes de la cháchara televisiva hablan atropelladamente, no se escuchan unos a otros, sino que están pensando qué van a decir cuando les dejen, venga a cuento o no con lo que acaba de referir el interlocutor anterior, hablan a la vez, gritan…y además cobran un dineral la mayoría de ellos por decir obviedades o tonterías o por meter las narices donde no debieran.
Quizás sea la expresión oral la asignatura pendiente de nuestro sistema educativo, más volcado en la expresión escrita, que tampoco está para tirar cohetes pues muchas veces se limita a cumplir la ley del mínimo esfuerzo poniendo cruces o verdadero o falso.
Falta sosiego, calma. Sobran prisas y estrés. A mi tío abuelo Juan y a su amigo Perico, que eran grandes conversadores, podía sorprenderles el alba en la calle cuando regresaban a sus casas. Andaban un poco y se paraban, haciendo escalas, pero sin dejar de hablar. En otras circunstancias, si mi tío tenía que ausentarse por algún motivo, reanudaba media hora después el hilo de lo que estaba contando con un engarce muy característico: “ pues como te iba diciendo…” Eran otros tiempos sin tantas prisas por llegar a ningún sitio.