El teléfono se usaba antes para dar razones, acepción coloquial recogida en el diccionario de la RAE como recado, mensaje o aviso. Para dar pésames, transmitir o concretar términos de un trato. Lo imprescindible y necesario. Nada de conversaciones de fragua, costureras ni ociosos en las resolanas. Se evitaban circunloquios, prolegómenos y expresiones superfluas. Se iba al grano. Las palabras valían su peso en tiempo y no se andaba muy sobrado para ir dilapidándolo por la boca.
El timbre del teléfono en la madrugada sonaba como un rayo en el corazón del sueño. Nadie llama a esas horas para saludar ni pedir recetas de cocina. El sobresalto producía una descarga de angustia que podía quedar en susto o producir un desgarro en el alma.
Para comunicarse la voz es más próxima y cercana; modula, enfatiza o susurra. Tiene más matices. Las cartas tardan más en llegar, pero no se las lleva el viento y les salen posos amarillos en los bordes que se remueven con cada lectura.
El telegrama contenía la palabra en carne viva despojado de ropaje inútil. Operación de cirugía y desguace que solo dejaba el esqueleto del mensaje. Aquí el valor se medía por unidades.
Con él se transmitían noticias escuetas y contundentes. A veces la noticia de muerte viajaba en las dobleces del papel azulado.
Los vecinos acudían a la centralita para poner conferencias y telegramas porque para hablar con los demás del pueblo los veían por la calle o en sus hogares.
Estaba ubicada en una casa particular y su dueña era la operadora. En la dependencia había un banco para aguardar turno y demora con una chapa grabada: CTNE. Mediante aviso de conferencia se concertaba hora para recibirla. También en el zaguán estaba una cabina para preservar la intimidad de la conversación. Pero no servía de mucho porque la conexión tenía más interferencias que la sintonía de la ‘Pirenica’, aquella emisora clandestina del partido comunista. De entonces quizás derive el que las personas mayores cuando conversan por teléfono parece que le están hablando a un sordo, con un volumen de voz desproporcionado y unos gestos que los asemejaba a los actores del cine mudo.
A veces se perdía la mañana o se venía la noche encima esperando “¿Trae mucha demora?” “Voy a reclamarla otra vez”.
La telefonista usaba auriculares y metía las clavijas en los agujeros del cuadro de mando para poner en contacto a los interlocutores. Una chapa vibraba y se destrababa de arriba cuando alguien llamaba. Si la conversación se alargaba salía su voz preguntando: “¿Hablan?”
Después del cura era la persona más informada del pueblo. Recibía las noticias en primicia, pues si quería escuchaba todo lo que se hablaba.
Cuando se preguntaba por alguien y era el que había cogido el teléfono, este respondía: “¡Al aparato!”, vocablo versátil que igual valía para un aeroplano que para un artilugio.
El abono del importe se pedía al terminar y se pagaba en el acto, según contador de tiempo que controlaba la operadora.
Poco a poco empezaron a instalarse teléfonos particulares. Por los años sesenta había aún pocos. Eran negros y se conectaban con la central haciendo girar una manivela. “Ponme con Fulanito”. No hacía falta decir el número porque ella se los sabía todos. “Te pongo”.
2 respuestas a «Teléfonos y telegramas.»
Siempre aciertas,Juan Francisco.Tantos recuerdos me traía la centralita que,cuando estuve ahí_ya sabes,al cabo de 60 años_la busqué.
La centralita de teléfonos era un lugar donde se acudía entonces no para charlas intrascendentes, sino, la mayor parte de las veces, de apuro. Muchas gracias por tu comentario, M. Pura.
Siempre aciertas,Juan Francisco.Tantos recuerdos me traía la centralita que,cuando estuve ahí_ya sabes,al cabo de 60 años_la busqué.
La centralita de teléfonos era un lugar donde se acudía entonces no para charlas intrascendentes, sino, la mayor parte de las veces, de apuro. Muchas gracias por tu comentario, M. Pura.