La televisión, como decía Gabriel Celaya de la poesía, era un arma cargada de futuro. Los más avispados lo intuyeron.
A partir del año 1964 el Ministerio de Información y Turismo, Fraga al frente, promovió la creación de teleclubes en todos los pueblos. Con ellos se pretendía aprovechar los programas de televisión para organizar actividades educativas y culturales.
En mi pueblo las funciones del teleclub las realizaba la parroquia en el local de la Acción Católica. Disponía de salas para reuniones y un gran salón para la televisión. Allí instalaron uno de los primeros receptores que llegaron al pueblo.
Eran los tiempos de los programas infantiles de Herta Frankel con su perrita Marilín y las marionetas de Pepito, el Tonto y el Gruñón; de series memorables: Bonanza, el Virginiano, el Llanero solitario, Rintintín, Bronco…
Por la noche acudían los mayores a ver otros programas: Gran Parada, Noche de estrellas, Amigos del lunes, posteriormente del martes. Dos presentadores habituales: Franz Johan y Gustavo Re. Y el gran Estudio 1.
Cuando toreaba “El Cordobés” la expectación era máxima. Los agricultores, a pesar de estar las labores de recolección en pleno desarrollo, se venían de las eras a coger sitio para no perderse las faenas del torero que popularizó el salto de la rana.
Al principio por ver la televisión se cobraba un real. Nosotros también acudíamos allí a charlar, a jugar a las damas, a comer pipas y a hacernos los encontradizos con las niñas, que, como en un jubileo, subían y bajaban las escaleras.
Había un futbolín grande y pesado, con jugadores de hierro y suelo de pizarra. Cuando jugábamos el ruido era atronador. Los muelles que amortiguaban los golpes de las barras contra el armazón estaban deteriorados de tanto uso y la sensación que le producía al que los escuchaba de lejos era que se acercaba una banda de tambores desacompasados. El engrase de las barras de donde pendían los futbolistas lo hacíamos con saliva. Más de una vez tenía que subir el cura, su hermana o su sobrina, que vivían abajo, para asegurarse que seguíamos jugando y que no había empezado una batalla entre bárbaros por las voces y el alboroto que formábamos. Al campo de juego se le abrió un boquete en la zona de uno de los porteros. La rudimentaria reparación consistió en incrustarle una chapa que quedaba a distinto nivel del resto. Cuando la bola caía dentro la sacábamos haciendo girar la barra con las dos manos y con toda la fuerza que podíamos. Esta salía volando y llegaba algunas veces hasta la portería contraria, lo que era jaleado y aplaudido. En ocasiones la bola sobrepasaba los límites del rectángulo de juego y salía botando por el salón. Una de esas veces fue a estrellarse contra el cristal de una vitrina y el cura suspendió el juego del futbolín por una larga temporada. Al principio le echábamos una moneda para jugar. Dos compañeros se colocaban detrás de las porterías para en acciones muy rápidas evitar que cayeran al interior. Hasta que descubrimos una fórmula mejor: al tirador que sacábamos para afuera cuando le echábamos la moneda le colocamos un trozo de madera para impedir el retroceso y las bolas volvían a la caja sin pararse dentro. ¡Vaya pillos!
2 respuestas a «Teleclub»
A mí el Teleclub me pilló chiquitín porque no tengo ningún recuerdo de ellos; ahora que a los futbolines he jugado “un rato”
A mí el Teleclub me pilló chiquitín porque no tengo ningún recuerdo de ellos; ahora que a los futbolines he jugado “un rato”
El teleclub es un tema muy antiguo.Los futbolines duraron más que ellos.