Seminario, sexta parte.
La sala de juegos de los Retóricos estaba en el rincón que miraba al mediodía del patio de tierra, al lado de una fuente de dos grifos.
Disponía esta sala de un aparato de radio y una televisión. Ésta la compramos entre todos, pues cada trimestre poníamos cinco duros para amortizar la adquisición. La tele era en aquel tiempo en blanco y negro, pero el Prefecto, D. José Díez. Le ponía un papel de celofán de color azul, lo que además de darle un ambiente celestial a las imágenes servía para que el brillo no molestase mucho a la vista.
La tele se ponía los domingos por la tarde. Bonanza, El Llanero Solitario, El Virginiano y algunas series más nos servían para pasar la tarde más o menos agradablemente. Además, sobrescritos salían los resultados de los partidos según se iban produciendo los goles, lo cual era acompañado de expresiones de júbilo o decepción según preferencias. Después venía el partido de fútbol televisado, que era el plato fuerte para los que nos gustaba este deporte.
Existía por aquel entonces un programa llamado Escala en Hifi en el que unos actores ponían su cuerpos y sus gestos para acompañar las canciones de moda.
Una tarde fría y húmeda pacense salió una actriz con ropa ceñida y escasa y con unos movimientos algo insinuantes para la época y el Prefecto con gran sofoco y sin dar más explicaciones apagó la tele y nos echó a pasear al patio hasta la hora de la cena. El relente difuminó y enfrió las posibles elucubraciones mentales que aquellas imágenes pudieran haber producido.
Fue durante esta época cuando el Inter de Milán con Helenio Herrera a la cabeza y los Corso, Mazola, Facheti… le disputaba la primacía europea al R. Madrid. Una de las noches televisaban una semifinal de la Copa de Europa, pero llegó la hora de la cena y tuvimos que dejarlo. Tan mal nos sentó a los más aficionados que D. José Díez, viendo nuestras caras dijo: “El que quiera ver el partido puede verlo, pero se queda sin cenar.” Unos cuantos perdonamos la cena por el partido y nos fuimos otra vez a la sala a verlo. Me arrepentí cuando de madrugada mis tripas reclamaban el alimento que yo, por esa pasión futbolera, les negué a su hora.
Seminario, quinta parte.
La mayor ilusión que tenía yo en el Seminario era jugar al fútbol los domingos. Se organizaban ligas en los distintos cursos. Existía un colegio de árbitros y un comité sancionador. Un año me eligieron encargado de deportes, en la época de D. José Mendiano y como tal asistí a la prueba que se convocó para examinar a los aspirantes a árbitros. El presidente del tribunal era D. Antonio Heredia Muñoz, uno de nuestros inspectores. Mi papel era meramente presencial, pues era Heredia quien llevaba la voz cantante, pero había que seguir el protocolo.
El equipo titular del Seminario jugaba muy bien: Serradilla, Seco, Baena, Calderón, Cano…Hubo algunos de estos jugadores que fueron tentados por equipos de postín.
Los Luises y el C.D. Badajoz B eran equipos con los que se competía a menudo. A veces se jugaba en el antiguo campo de la Metalúrgica, pero la mayoría de las veces se hacía en el campo de tierra del Seminario, antes de su partición y permuta por terrenos en la parte trasera.
La noche del sábado pasaba Fernando Agudo repartiendo las camisetas por las camarillas para jugar en el equipo titular de los Retóricos. Tenía su grupo de amigos a los que nunca le faltó la llamada de este seleccionador, pero yo nunca le perdoné sus olvidos, jejeje.
Se creó un equipo, el Excelsior, para competir en categoría infantil en una liga entre colegios de Badajoz: Flechas Negras, Nª Sª de Guadalupe, Betis, Salesianos, Maristas…Tuvo la suerte de ser titular del mismo. Nos entrenaba D. Pedro Miranda.
Los balones con los que jugábamos eran de cuero, esferas irregulares de trayectorias impredecibles, con unos costurones de cordones de cuero por donde se le entraba la vejiga o parte inflable. Cuando se le daba de cabeza y coincidía con estas costuras veíamos las estrellas. Existía un cuarto de los balones para cada Comunidad donde se reparaban y enceraban. Era uno de los cargos más apetecibles.
Desde el seminario se oían los gritos de los aficionados cuando marcaba los goles el C.D. Badajoz en el antiguo y cercano campo del Vivero. Recuerdo la que se armó, con tirada de cohetes incluida, una tarde de domingo del 66 o 67 cuando el equipo ascendió de categoría. Creo que el entrenador era Abilio y destacaban, entre otros, jugadores como Cabello, Medina, Eusebio, Pérez Lozano, Tapia y Pereira, con el que muchos años después coincidí en el C.D. Santa Marta.
Seminario, cuarta parte.
A primeros de noviembre se celebraban los ejercicios espirituales. En el Seminario Menor durante tres días y en el Mayor una semana. Eran días de silencio riguroso. Después de cada charla paseábamos por el patio supuestamente pensando en lo que nos decían en las pláticas. Otros, más devotos, se iban a la capilla para estar más concentrados. En el Mayor se regían por los toques de la campana que estaba en un rincón del patio de los Naranjos. Franco era el conserje y portero y también el encargado de tocar la campana. Días de pocas horas de luz, de niebla del Guadiana y meditación. Mucha meditación.
Un año, a los pequeños nos dio los ejercicios D. José María Diosdado, de Linares de Riofrío. No sé por qué lo recuerdo, pero algo debió influir para que perdure tanto tiempo en la memoria. Por aquel tiempo ideé un abecedario con signos que asociaba a cada letra una grafía que yo me inventé, así la a era un punto. Una especie de morse para uso doméstico. De esta forma escribía mis interioridades sin que nadie se enterase.
Se suponía que después de los ejercicios debía de haber una mejoría en los comportamientos. Un año, a la mañana siguiente de terminar éstos, recién acabada la misa y antes de bajar a desayunar, tan deseosos estábamos de hablar después de tanto silencio, que me fui la camarilla de un compañero, Joaquín Becerra Picón, de Feria, junto con otros compañeros vecinos. La puerta de la camarilla estaba abierta, pues no se permitía que si había más de uno en ella ésta permaneciese cerrada. Yo, charla que te charla, no me di cuenta que estaba D. José Diez detrás de mí pues yo estaba de espaldas a la entrada; sólo la cara de pavor del resto de los compañeros me hizo presentir la presencia del Prefecto. “Buenos propósitos hemos sacado de los ejercicios”…No tuvo que añadir nada más. Cada uno se agazapó como pudo y se refugió en su camarilla respectiva, pero el día ya estaba hecho. Un auténtico “fiche”, que era como llamábamos cuando nos sorprendían los superiores infringiendo el reglamento.
Los días de retiro eran sólo una mañana, generalmente la de los jueves, también de silencio y meditación. Se hacían más llevaderos. Se celebraban varios a lo largo del curso. Tanto en unos como en otros no se podía pasear por el patio en grupos y hablábamos a hurtadillas de la vista de los inspectores y de algunos que tenían fama de correveidiles.
Seminario, tercera parte.
Del edificio del Seminario no se salía durante el curso a no ser para ir de paseo o a la catedral en los días de fiesta mayor, como el Corpus o las ordenaciones sacerdotales y siempre en formación de ternas, son sotana, beca y a veces birrete. Así que para la pequeña intendencia estaba Manolo el recadero que gestionaba la lista de encargos diariamente. Eso si lo que se necesitaba no lo había en el pequeño comercio, que también servía de barbería y que estaba ubicado a la derecha del pasillo de acceso al comedor de seminario menor. A Manolo lo vi bastantes años después trabajando de camarero en el bar La Toja, cerca de la antigua central lechera.
La sala de visitas estaba casi enfrente del patio de los naranjos, al bajar unas escaleras que separaban el seminario mayor del menor. Allí nos veíamos con nuestros familiares. Las horas de visita estaban fijadas en el horario de los domingos a las dos menos cuarto, pero en aquel tiempo de malas y escasas comunicaciones nos dejaban, generalmente, verlos brevemente en algún hueco del horario lectivo, pero no siempre era así y en ese caso nos dejaban lo que nos traían para entregárnoslo al día siguiente.
Para eso existían el “cuarto de los paquetes” y “el cuarto de las talegas”, instituciones que adquirían su relevancia por las noches en el comedor después de la cena cuando el lector con frase ritual decía: “al cuarto de los paquetes…” o “al cuarto de las talegas” y leía la lista de los afortunados que habían recibido algo, bien por correo o por alguna visita a la que no pudimos ver.
Otro personaje famoso fue el portero, Franco, que tenía su oficina en la puerta principal de entrada, justamente a la derecha, según se accedía después de atravesar la verja y un pequeño corredor ajardinado. Allí acudíamos cuando nos llamaban por teléfono desde casa.
Era el encargado de tocar la campana que colgaba de una de las esquinas del referido patio de los naranjos. Por sus toques se regían los alumnos del seminario mayor.
Yo necesité salir un día para ir a ver a mi hermana que había sido operada en la Cruz Roja. El protocolo para tales casos era decírselo primero al prefecto y éste se lo comunicaba al rector. En el caso que refiero, D. José Díez y D. Doroteo Fernández, respectivamente. Este último ejercía también como administrador apostólico de la diócesis.
Así que un anochecido, vestido de gala para la ocasión, sotana y beca, encaminé mis pasos a su despacho que estaba en el primer piso de la entrada principal, la de las escaleras de mármol.
Llevaba yo memorizada las frases de ritual y el tratamiento que debía darle a tan eminente personaje.
No recuerdo en qué tropelía salieran de mis boca, pero una vez allí dentro, ante aquella mole de obispo, leonés, buen comedor y mejor bebedor, la entrevista se desarrolló con más afabilidad y naturalidad de lo que yo en principio sospechaba. Me preguntó por el cura de mi pueblo. Permiso concedido. Al día siguiente salía fuera del edificio, en este caso con ropa de calle, para visitar a mi hermana que había sido operada el día anterior por D. Federico Alba, al que apodaban el médico del ojal, por la pequeña incisión que hacía para las apendicitis. Era capellán de la institución sanitaria D. Manuel Mantrana, que también ejercía funciones de confesor en el Seminario.
Cartas violadas.
En el Seminario la correspondencia estaba intervenida. Los alumnos escribíamos las cartas y las entregábamos abiertas. Cuando nos escribían de fuera nos las daban abiertas también.
Bajaba el prefecto al recreo de la tarde con las cartas en las manos, generalmente cruzadas detrás. Intentábamos mirar de quiénes eran, pero sólo lográbamos ver algunas veces la que estaba en la parte exterior y enseguida buscábamos al destinatario para darle la noticia. Los que esperábamos correspondencia merodeábamos alrededor del superior a que las repartiera, cosa que hacía con una parsimonia desesperante.
Especial cuidado había que tener con las cartas que se salían del estricto círculo familiar. Las analizaban con lupa. Había que valerse de algún medio, como las visitas que esporádicamente recibíamos, para evitar la inspección. Así que el artículo 13 del entonces vigente Fuero de los Españoles que garantizaba la inviolabilidad de la correspondencia no regía intramuros.
Del Seminario, en la cañada de Sancha Brava, sólo salíamos en formación de terna y con sotana, beca y birrete. Si se necesitaba algo de lo que no se dispusiese en el pequeño comercio de comunidad se le encargaba a Manolo el recadero, un señor que iba todos los días al centro de Badajoz para este menester.
Sotana, beca y birrete.
Aquí me tenéis, con once años, sotana, beca y birrete. Enero de 1963 en Palomillas, una finca a la izquierda de la carretera de Portugal, camino de Caya, donde nos llevaban los prefectos del Seminario de paseo.
Los jueves teníamos libres las tardes y era cuando nos sacaban, unas veces a Palomillas y otras a circunvalar la carretera de Madrid. Los paseos los hacíamos en formación de ternas, muy ordenados con el prefecto al frente y con la indumentaria que veis en la fotografía.
Por aquel entonces el edificio del seminario sólo tenía edificaciones vecinas por su parte izquierda, era una fila de chalets con el viejo Vivero entre ellos. Llegaban hasta la carretera de Portugal. Del campo de fútbol del Vivero recibíamos en el patio de recreo los jubilosos gritos de los goles en las tardes de los domingos. Creo recordar que el nombre de un entrenador de aquel tiempo era Lozano y recuerdo también la explosión de cohetes y el vocerío una tarde con motivo de un ascenso de categoría del equipo.
Los sábados eran días lectivos de punta a cabo. Sólo los domingos disfrutábamos del día completo, salvo una hora o dos de estudio. El tiempo libre restante lo empleábamos en jugar al fútbol y pasear por el campo de tierra. Por la tarde veíamos en la tele alguna serie de sobremesa, como el Virginiano, Bronco, el Llanero Solitario o similar. Eso sí, por la noche el partido de fútbol por la primera y única cadena.
Al centro de la ciudad salíamos en contadas festividades a la catedral al oficio religioso correspondiente. El día del Corpus o la ordenación de diáconos o sacerdotes eran de esos días. ¡Qué bien cantaba la Schola Cantorum bajo la dirección del malogrado D. Carmelo Solís! Nosotros en los trayectos de ida y vuelta a la catedral mirábamos a los viandantes con los que nos cruzábamos y ellos nos miraban a nosotros entre sorprendidos y comprensivos.
Para salir del Seminario solo, y por algún motivo especial, vestido en esta ocasión de calle, necesitábamos pedir permiso al rector, que por aquel entonces era D. Doroteo Fernández, leonés corpulento e imponente. Yo fui a visitarlo con ocasión de la operación de apendicitis de mi hermana que se realizó en la Cruz Roja, donde era capellán D. Manuel Mantrana. Llegué al cuarto del rector, a la sazón también administrador apostólico de la diócesis, vestido como en la foto. Sus habitaciones estaban en la parte superior de la entrada principal del edificio, la de las escaleras de mármol blanco, donde Antonio Franco, el portero, tenía su cuarto y donde estaba el teléfono al que acudíamos cuando nos ponían una conferencia desde casa. Iba previamente informado por el prefecto del protocolo que debía seguir y del tratamiento que debía emplear (aquello de vuecencia, vuestra excelencia). Me atendió amablemente, haciéndome preguntas sobre mi pueblo y su párroco. Recuerdo que cuando salí de allí bajé los escalones de dos en dos, al contrario que al subir que lo hice poniendo los dos pies en cada escalón.
Algunos recuerdos de Badajoz