Dichosas rutinas

Esas pequeñas cosas, aparentemente intrascendentes, que nos producen un bienestar difuso, sin altibajos emocionales, conforman el núcleo central y más estable de nuestra vida. El que, como un pegamento, une alegrías y penas, formando un todo indisoluble.

No es fácil mantener el ánimo siempre en la cúspide. Hay curvas, piedras y pendientes en el camino y cuando menos te lo esperas, en un cambio de rasante, te das de bruces con un problema mal aparcado. Se alteran nuestros signos vitales básicos y al corazón le cuesta volver a sus cadencias habituales.

Los momentos de felicidad son resplandores que desaparecen pronto. Desde las simas de las aflicciones cuesta más trabajo levantar el vuelo. Resplandores y oscuridades se alternan en el inevitable transcurrir del tiempo.

En medio de ellos, la monotonía de las rutinas, que a fin de cuentas es el intervalo más duradero y estable.  Es como la materia oscura del universo que, según los astrónomos, no emite ninguna radiación electromagnética, pero está ahí, influyendo en el movimiento y sincronía de las galaxias. Espacio y tiempo sin límites claros donde se desarrollan acciones a las que no les damos importancia, pero que forman el armazón que da estabilidad a nuestra estructura emocional. Hábitos adquiridos inconscientemente por la tendencia natural al equilibrio.

También tiene placeres la monótona cadencia de los días, como el remanso de agua cristalina entre el verde frescor de la floresta, alejada de violentas correntías.

Acudir al trabajo y esperar con ilusión el fin de semana. Echarte a la siesta, el paseo diario, las copas cuando plazca y charlar con los amigos, sentarte en la puerta de tu casa a ver pasar la gente e intercambiar tópicos sobre el estado de la atmósfera. Calentarse en la candela de llamas los crudos días del invierno, oyendo el crepitar de la leña. De vez en cuando, según el cuerpo pida y el cariño demande, ascender a la cumbre donde Venus y Cupido tienen posada.

En estos días de vacaciones muchos buscan playas. Allí se supone que los que van encuentran lo que buscan. Los que permanecemos en tierra adentro somos marineros en mares ondosos de trigales. Al viento, velas de la flor de espliego. Aquí no planean gaviotas en el aire, son pardales, alondras, colorines y trigueros los que vuelan sobre sembrados pegujales. Las corrientes marinas, senderos trazados en la piel de las dehesas. Las mareas, que la mar nos presta, las hacemos viento para limpiar los trigos de las eras, bieldo en mano, hacia la luz lanzados bajo el azul de todas las riberas.

Cada cual, según edad y condiciones, disfruta a su manera. Unos mirando una cometa que se eleva y se sostiene sobre el fondo azul del cielo, otros contemplando crepúsculos de atardeceres y amanecidas.

No busquemos penas, que esas vienen solas.  Con estos buenos deseos me despido hasta septiembre, pasada que sea la vorágine festiva de agosto.

Noche estrellada

 

Julio se nos presenta en la campiña con envoltorio de rastrojos y manantiales en retroceso en su interior. La luz del sol, en las paredes encaladas de nuestros pueblos blancos, ciega a quien la mira. Hay huellas secas de carros y labriegos que traen las mieses de los campos de labor hasta las eras por los caminos del sudor y la fatiga. A lo lejos, espejismos de llamas temblorosas que brotan de la tierra. El aire se va haciendo denso y desploma su pesadez en las solanas. 

Por los campos se escuchan cantes de trilla y de siega con cadencias de expresivos silencios. Un remolino inesperado, que al poco desaparece, levanta espirales de polvo y espinos secos. Al mediodía, con el sol en lo alto, llega al agua del pozo un haz de luz, que muestra fugazmente el brillo de las escamas de unos peces y las rocas del fondo.

Cuando la tarde alarga las sombras es hora de buscar los oasis de frescor en las huertas y las norias. Los cangilones suben el agua hasta la superficie y la reparten por acequias, surcos y canteros.

Son recuerdos de veranos pasados. Después vinieron otros, pero, como las golondrinas del poema de Bécquer, aquellos nuestros, cuando creímos que el mundo giraba alrededor nuestro, no volvieron.

Esta estación veraniega nos ofrece también la posibilidad de contemplar el misterio insondable del cielo estrellado.

Arriba sigue la franja del Camino de Santiago por donde fuimos descubriendo las constelaciones que forman las estrellas: escorpiones, dragones, osos, peces, toros…, pero sus guiños ya no son cómplices de secretos que entonces compartimos.  Hoy, en esta hora de volver a los recuerdos, como en el tango de Gardel, nos miran a nuestro paso burlonas e indiferentes.

Conviene observar el cielo para darnos cuenta de lo insignificantes que somos y la importancia que nos damos.  Nos brinda la oportunidad de pensar sobre el sentido de la vida y sobre la función que desempeñamos en el engranaje de la naturaleza.

Echo de menos aquellas noches de mi infancia tendido en la era, cuando el relente se posaba sobre nuestros cuerpos. Empecé por entonces a sorprenderme de la grandeza  del universo y a hacerme preguntas a las que no he logrado encontrar respuestas todavía.

Una de aquellas madrugadas un suave vientecillo levantó fragancias en la vega del río. La luz de la luna destacaba difusos caminos en la llanura y entre los olivares.  Cantaban los grillos y las ranas. 

Estuvimos mucho tiempo sin hablar.  Nuestros corazones latían como dos piezas más en la armonía universal. Nos sentíamos parte integrante de la inmensidad del cosmos.

Deseé que nunca terminara aquel momento, aquella sensación inabarcable de dicha y de paz.

Volvimos por una vereda sin límites claros todavía. Empezaba el alba a dibujar con tonos rosas el tapiz del saliente y las hojas de los chopos se desperezaban con la brisa de la amanecida.

Al cuarto de las talegas

Las noches del Seminario estaban separadas de la actividad diaria por el muro del silencio mayor. Comenzaba después de la cena. Durante esta había dos opciones. Escuchar la lectura que hacía un compañero o, por concesión discrecional del prefecto encargado de la vigilancia, charlar. La venia la otorgaba pronunciando las palabras: “Benedicamus Domino”. A lo que los comensales respondíamos: “Deo gratias”.

Al finalizar la comida leían dos notas. ‘Al cuarto de los paquetes’ y ‘Al cuarto de las talegas’.  Los primeros, normalmente, eran de comida que nos mandaban de casa. Las talegas, de ropa lavada. Los mensajeros porteadores eran familiares o conocidos que iban a Badajoz y se acercaban a la Cañada de Sancha Brava a vernos, si nos dejaban, porque en horario lectivo no se permitían visitas, a no ser de familia muy cercana y por muy poco tiempo, entre clase y clase.  El bulto lo recogía Franco, que así se apellidaba el portero.

Había pocos coches particulares y los viajes desde mi pueblo se hacían en autobuses de la empresa LEDA o en tren.  Los taxistas realizaban servicios por plazas, lo cual estaba prohibido porque les quitaban viajeros a las líneas regulares. Así que nos ponían sobre aviso, si nos para la policía decidle que lleváis el coche arrendado y que sois de familia. La picaresca permanente en esta España de nuestras dichas y desvelos. Si se viajaba en tren había que hacer trasbordo en Mérida. Así continuamos, que en esto de medios de transporte y combinaciones somos muy tradicionales por nuestra zona y lo de adelantar que es una barbaridad se quedó con Campoamor. Podemos ir a Sevilla más rápidamente y directos por tren y carretera que a nuestra capital de provincia. 

 

 

 

 

 

 

 

Llegaron en una ocasión dos paisanos a visitarnos a mi amigo Francisco Gimón y a mí. A la hora de despedirnos, nos dijeron que si queríamos algo para el pueblo. Nosotros, ni cortos ni perezosos, subimos a los dormitorios y bajamos dos talegas repletas de ropa para lavar. Se miraron sorprendidos, con una sonrisa a punto de congelación y se las echaron al hombro. Así los vimos salir por la puerta principal, como dos novilleros con el hatillo en busca de una oportunidad camino de la estación del tren.

Las frases tópicas de cumplido no son para tomarlas al pie de la letra. Son buenos modales a los que se responde dando las gracias.

Sucede con el ‘si ustedes gustan’ cuando alguien se dispone a comer o lo cogemos en plena ingesta.

Vaciedad de contenidos que ha contagiado a otros sectores. Así sucede con las promesas en las vísperas electorales. Son frases de incumplimiento.  Fórmulas de hipocresía.  El protocolo periódico de la antigua y nueva farsa, a lo que educadamente deberíamos responder: Gracias, estamos servidos. O entregarles las talegas de nuestras decepciones para que las lleven sobre sus espaldas como recordatorio de sus promesas incumplidas.

Manuel Machado y Ahillones

 

Entre costuras, la abuela echó un vistazo al suplemento dominical del periódico HOY, que su nieto, Antonio Marín Guerrero, había dejado sobre la mesa del comedor. Unas fotografías llamaron su atención. Se detuvo a observarlas más detenidamente poniéndose las gafas de cerca. Correspondían a un reportaje sobre los hermanos Machado. Sorprendida le comentó que uno de los señores que estaba en las fotos iba en ocasiones al pueblo. Había reconocido a Manuel Machado. Le dijo que en aquellas visitas le acompañaban su esposa, Eulalia Cáceres, y la hermana de ésta, Carmen.

Los anfitriones eran Luis Durán y su hermana Matilde, que estaba casada con Narciso Maesso Cabezas, acaudalado terrateniente que fue diputado provincial desde 1871 hasta 1877 y posteriormente diputado por Badajoz en el Congreso en cinco ocasiones, en el periodo que va de 1876 hasta 1919.

Y lo más sorprendente. El mayoral de Narciso Maesso era José Dolores Durán, padre de su abuela Josefa y, por lo tanto, su bisabuelo. Le dio más detalles. Le gustaba al poeta pasear por las extensas propiedades que poseía el dueño e informarse de temas campesinos y sociales de la zona. Formas de cultivo, siembra, recolección y relaciones de los trabajadores con quienes eran conocidos como amos o señoritos. Tiempo de desamortizaciones, acumulación de fincas y voto censitario, con sus consiguientes daños colaterales.

Estos testimonios despertaron la curiosidad de Antonio Marín, que actualmente es cronista oficial de Ahillones, y comenzó a investigar más detalladamente sobre el tema. Debían de estar escribiendo por entonces los hermanos Manuel y Antonio Machado la obra de teatro ‘La Lola se va a los puertos’. Así se lo escuchó su abuela Josefa decir a su padre,  a quien se lo dijo el escritor en alguno de aquellos paseos.

Hay algunos detalles interesantes que parecen avalar esta afirmación.

Luis y Narciso, los nombres de sus anfitriones, están asignados en la obra teatral a dos de sus personajes. Y el de José Dolores, su bisabuelo, también aparece. En una conversación entre don Diego, el dueño del cortijo, y su hijo, éste le dice: “Yo no entiendo una palabra de fiestas de campo…”  “Eso es lo de menos. Tú hablas con el mayoral, José Dolores, para las vacas y los becerros; Guerrero, el picador de las cuadras, puede sacar hasta doce caballos”. Apellido este de Guerrero muy común en Ahillones. Así se apellidaba un caballista de las fincas.

Aún se conservan las dos casas donde se alojaban tan ilustres huéspedes.  Una en la calle Nueva y otra en Sierra Morena. En la primera, actualmente dividida en dos mitades, encontró su antigua propietaria un ejemplar de ‘La Lola se va a los puertos’, con dedicatoria manuscrita de Manuel a Luisa Durán Laguna, hija de Luis Durán. Desafortunadamente, está desaparecido. De la otra vivienda queda el nombre de la habitación donde se hospedaban, conocida por miembros de la familia como la de Manuel Machado.

Una cana al aire

 

Corrían los años setenta y nuestro protagonista había pasado ya de los cuarenta. Las discotecas estaban en plena ebullición y a él le cogían un poco con el paso cambiado, pero no sin deseo de visitarlas. Escuchaba historias a los más jóvenes que fueron alimentando su curiosidad. El ambiente a media luz, las copas, los ligues fáciles y su imaginación producían en él un efecto parecido a los cantos de las sirenas en Ulises.    

Carrera que no da el galgo en el cuerpo se le queda, pensaba y él ya tenía bastantes tanganillos que le dificultaban las suyas. Fiado a los latines, carpe diem, determinó ponerlo en práctica.

Convenció a un amigo que estaba en parecidas circunstancias y decidieron que la noche del siguiente sábado comenzarían a saborear las mieles que la vida ofrecía y de la que ellos no estaban disfrutando.

Explicaban este retraso en que de muy jóvenes sus padres pusieron bridas a sus apetencias por evitarles peligros irremediables y cuando estuvieron maduros, que adónde iban ahora, que ya debían estar de vuelta. ¿Cuál era el momento oportuno entonces? ¿Qué vuelta era esa, si no habían llegado a ningún sitio?

No había más que hablar. Compró una colonia, asesorado por la dependienta de la tienda, esa que en las distancias cortas se la juegan, pues él sólo usaba el Floïd que le echaba el barbero cuando se afeitaba.

Antes de acceder a la burbuja estridente y anhelada recorrieron varios bares.  Para empezar bien la noche, unos cubatas, nada de vino peleón. La ocasión lo requería. Tan bien les sentó la primera toma que repitieron comanda. La conversación fue creciendo de intensidad y fantasía.

Pero mire usted por dónde, nada más acceder a la discoteca tuvo un primer percance. Lo deslumbraron las luces intermitentes de una gran bola luminosa. Tropezó en el escalón que daba acceso a la pista y si no es por varias personas que lo sujetaron da con las narices en el suelo.

Empezó a sacar pareja en todos los grupos de mocitas, sin dejar ninguna atrás y solo encontró negativas.

La música para bailar suelto no le gustaba. Mientras volvían a poner la lenta fue a la barra. Por señas y a voces pudo pedir otros dos cubatas. Intercambiaron consejos de cómo abordar a las mujeres. Invitó a un grupo de chicas a tomar lo que quisieran. “No aceptamos invitaciones de desconocidos”. ¡Vaya!  Empezaban a asomar los picos de la camisa por fuera de los pantalones. 

En el coche que los llevaba de regreso, después de un largo silencio, le dijo a su colega de aventura:

“A la rubia la tenía en el bote. No hacía más que mirarme”. El amigo volvió la cabeza y, somnoliento, respondió: “¿Pero no era a mí a quien miraba?… ¿O eso es una canción?”

La alborada empezaba a coronar de rosa el horizonte y los gallos anunciaban un nuevo día.

Ironía e insultos

Hace veinticinco siglos los atenienses se reunían en la plaza pública para tratar asuntos de la comunidad. Puede considerarse como el origen remoto del parlamentarismo.

No sé en qué forma de energía se habrán transformado aquellos discursos. Quizás floten volátiles en el cielo de Grecia y puede que queden algunos ecos incrustados entre las viejas piedras de la Acrópolis.  Tal vez algún día la inteligencia artificial haga lo que hoy parece imposible y puedan recuperarse. Sería maravilloso convertir en palabras de nuevo las disputas entre Esquines y Demóstenes.

También, en la antigua Roma, la elocuencia de Marco Tulio Cicerón y otros excelentes oradores, como Aurelio Cota, que conmovía sin levantar la voz, y Carneades, que era capaz de argumentar válidamente a favor de una propuesta y al día siguiente defender lo contrario con la misma brillantez.

Según Cicerón, los fines de la retórica son persuadir, agradar y conmover. El orador debe poseer las cualidades de todos los que trabajan con las palabras: la agudeza de los dialécticos, la hondura de pensamiento de los filósofos, la habilidad verbal de los poetas, la memoria indeleble de los juristas, la voz poderosa de los trágicos y la expresión convincente de los actores.

En la historia del parlamentarismo español también ha habido extraordinarios oradores: Castelar, Cánovas, Sagasta…

Decían lo que querían, pero con elegancia. Utilizaban la ironía para evitar la ofensa grosera.  Dar a entender lo contrario de lo que se dice, generalmente con guasa, necesita la inteligencia de quien utiliza este recurso y la comprensión de quienes lo escuchan.

Don Antonio Cánovas del Castillo respondió a un grupo de señoras que se disculpaba ante él por las molestias que pudieran estar ocasionándole con sus constantes peticiones: “Señora, a mí las mujeres no me molestan por lo que me piden, sino por lo que me niegan”. Hoy, el ilustre malagueño, tendría que andarse con más tiento con estas insinuaciones, pues, por menos, las palabras revierten en denuncias.

Don Manuel Azaña se dirigió a un diputado que acababa de decir una grosería en estos términos: “Perdóneme que me sonroje en nombre de su señoría”. 

Hoy no es raro escuchar insultos burdos, malsonantes, faltos de chispa y sobrados de sal gorda. Denotan pobreza de vocabulario, de educación y de recursos oratorios. Fascistas, sinvergüenzas, miserables, corruptos…son algunos del surtido florilegio de los despropósitos.

Para responder a la impertinencia de un oponente hay que tener el ingenio que tuvo don José María Gil Robles. Es una respuesta muy conocida y citada. La recoge Luis Carandell en su obra: ‘Las anécdotas del Parlamento: se abre la sesión’. Respondió a un diputado, el cual le recriminó a voces desde su escaño que todavía usara calzoncillos de seda: “Qué indiscreta es la señora de su señoría”. Evitó con esta fina ironía usar una palabra chabacana y vulgar, más propia del lenguaje tabernario y que tiene en el macho del ganado cabrío cornudo representante.

Pastilleros

 

El río en su desembocadura ha formado un extenso delta que retrasa su encuentro con el mar.

 En el antiguo rito del bautismo el oficiante ponía unos granos de sal en la lengua del bautizando, recordatorio, quizás, como lo es la ceniza, del final que nos espera.

Río arriba disfrutamos de las torrenteras y manantiales, corriendo confiados y temerarios entre las rocas. También gozamos plácidamente en los remansos del sol templado al mediodía, donde en las tranquilas aguas se reflejaba el intenso azul del cielo.

Durante las cálidas noches de verano impresionaron a nuestros ojos infantiles las estrellas fugaces rayando la cúpula oscura con diamantes luminosos, mientras el agua silenciosa seguía su curso sin que fuéramos conscientes de ello. Cualquier experiencia nueva aumentaba el caudal y nos enriquecía. A partir de entonces formarían parte de nosotros. Soñábamos despiertos con las miradas que nos seducían y con las palabras afectuosas que nos halagaban.  El agua de la superficie se rizaba con la brisa del atardecer al más leve contacto físico. Algunas canciones quedaron asociadas a sensaciones placenteras. Serenatas a la luz de la luna, amistad y vino en noches de francachela… A ninguno nos preocupaba entonces la desembocadura. Nuestra vana aspiración posterior, cuando ya era imposible el retorno, fue querer hacer eternos aquellos instantes en que fuimos tan felices. Nos dimos cuenta que el tiempo se nos escapaba entre las manos. El reloj seguía impasible su camino por la noria de la esfera.

Es el bagaje sentimental acumulado, que aflora cuando abrimos la tapa de la memoria de nuestra infancia y juventud, como en aquellas cajitas que emitían música y una estatuilla giraba a su compás. ¡Corría el tiempo entonces tan despacio y eran las impresiones tan intensas!

En un juego de malabares digno del mejor ilusionista, el tiempo nos ha cambiado aquellas cajas musicales por los pastilleros con pastillas para los achaques que van tomando posiciones e imponiendo servidumbres. Camufladas con diversas formas y colores y con asignación horaria cada grupo, nos ayudan a seguir el curso, aunque ocasionen daños colaterales. Del mal, el menor.

En las farmacias han racionalizado su dispensación en un intento de frenar el despilfarro y la creación de botiquines en los aparadores de nuestras casas. La presentación de la tarjeta sanitaria activa el protocolo. Esta todavía no te toca, ten las otras tres. ¡Oh ríos de la infancia mía, quien os vio y quien os ve!

Una noche de farra, un varón con el futuro en la mochila, una mano   apoyada en el cuadril y la otra sosteniendo el apéndice urinario, se lamentaba dirigiéndole una mirada de impotencia: ¡Con el castigo que me has dado y ahora me estás pudriendo los zapatos…!

Rafael Rufino Félix Morillón lo expresa más bellamente: “Tu cuerpo va adentrándose /en el doliente mar/por el río que se extingue”. Una inevitable despedida con la insuperable imagen del río y el mar.

Semana Santa y luna llena

 

La primavera ha llegado este año pletórica. Las lluvias y el sol nos la han traído con sus mejores galas.

Tan pujante está que hasta por las juntas de las baldosas, grietas de las paredes y resquicios de las rocas asoman las plantas sus cabezas para colaborar al festín de aromas y colores. Con ella llega la Semana Santa. De las que viví de niño, cuando Estado e Iglesia carecían de lindes en los predios del poder, recuerdo los bares con las luces apagadas al paso de los cortejos procesionales, los toques de la matraca sustituyendo a las campanas, las parejas de novios paseando por las calles aledañas al templo, los santos tapados con túnicas moradas, las comuniones masivas del Jueves Santo y los potajes que hacía mi madre.  El entierro, el viernes por la tarde y las filas en silencio con la Virgen de la Soledad de noche. Las velas alumbraban las caras de las mocitas, a las que seguíamos con la mirada que, a veces, para nuestro gozo, se cruzaban con las suyas. Los pesados sermones de las siete palabras. Los monaguillos bostezando en los bancos del altar y las personas adultas con caras de tener la mente en otro sitio. Y siempre la luna llena en el cielo. Los alabarderos con la espada y la alabarda el día de los encuentros entre la madre y el resucitado. El agua bendita, en la puerta de la iglesia para ahuyentar al demonio de todos los rincones de nuestras casas. Las jiras y el cortejo amoroso adolescente entre los trigales verdes…

¿De dónde esa relación de la luna llena con la Semana Santa?

En el Concilio de Nicea, en el año 325, se estableció que el Domingo de Pascua sería el inmediatamente siguiente a la primera luna llena de la primavera. Dos siglos después, el monje Dionisio, llamado el Exiguo por su estatura, fijó reglas más concretas. El 21 de marzo sería la fecha eclesiástica del equinoccio. Hay años que no coincide con el astronómico, como el actual. Pero en este no hay disonancias porque la luna llena ha sido el lunes día 25. Pueden producirse, no obstante, como sucedió en el año 2019.  El equinoccio astronómico de primavera se produjo el miércoles día 20 y la luna llena fue el 21 de marzo. Sería, astronómicamente, la primera de la primavera y el Domingo de Pascua debería haber sido el 24 de marzo, pero como el equinoccio eclesiástico está fijado el 21 hubo que esperar al ciclo lunar siguiente.  Por tal motivo el Domingo de Resurrección fue el 21 de abril, después de la luna llena del 19.

Otra particularidad es que, si el primer plenilunio después del equinoccio cae en domingo, se traslada al siguiente el de pascua para no coincidir con la judía.

 Otro año más siguen los ritos. La misma luna, los mismos pasos. Los que cambiamos somos nosotros.

Piedras

 

Hay muchas clases de piedras y muchos dichos sobre ellas. Jabalunas del color de la piel del jabalí cuando se moja, lunares de la rebeldía que gritó Miguel Hernández, molares de los molinos, preciosas, por las que se mata y se muere a veces. Almendrillas de las vías y carreteras. Majanos en tierras labrantías, las que forman cercas, las de los pasiles en arroyos. Las de los cauces de los ríos, variadas de color y redondeadas por el arrastre de corrientes y torrenteras. Las que amojonan cañadas, sesmos y cordeles.  Las de las umbrías, que ofrecen posada verde al musgo y las de las solanas, solaz a la inquieta lagartija.

Antes del cemento y alquitrán empedraban las calles. No todas, sólo las principales.  Las que quedaban de tierra abastecían de material espiral a las tolvaneras en verano y de barro en tiempo lluvioso a los transeúntes.

Las traían con carros y las iban dejando a trechos. Yo era niño, pero admiraba la pericia que mostraba el maestro albañil para buscarle acomodo a cada una de ellas. Las miraba, les daba vueltas y las colocaba en el sitio justo.  Una labor artesanal, con las rodillas en tierra o sobre algún cartón para aminorar daños. Pocos coches las transitaban entonces.  Animales de labranza y carros eran los usuarios más frecuentes. Del roce de los aros de hierro de las ruedas y de las herraduras de la caballería saltaban chispas a su paso, más visibles a la hora del regreso, al anochecer.

Las usábamos para muchos de nuestros juegos. Uno de ellos, ‘Las tres piedras’. Se formaban dos grupos de jugadores y cada uno tenía como misión robarle al otro con fintas y carreras las tres que custodiaban.

Nos sirvieron de rayuela y de postes de las porterías de fútbol, sobre las que dejábamos las prendas que nos iban sobrando. Con las más planas cortábamos el agua lanzándolas sobre su superficie, como pez que se alejaba a saltos.

Los hombres del campo encendían fuego arrimando yesca a las chispas que saltaban del choque de dos de ellas: pedernal y eslabón.

Las utilizábamos también, a falta de monedas, para decantar la suerte a cara o cruz, escupiendo en una de sus caras.

León Felipe aspiraba a que su vida fuera piedra ligera, pequeña, la que rueda por las calzadas y las veredas, guijarro humilde de las carreteras, la que en días de tormenta se hunde en el cieno de la tierra y luego centellea bajo los cascos y bajo las ruedas…

Dan ganas de eso, de ser piedra y apartarse de esta locura de vida donde algunos paranoicos con mucho poder y más odio están ensuciando los atributos que nos distinguen como personas para convertirnos en víctimas de sus delirios.  Ahora hay que prepararse, nos avisan para la guerra que estos megalómanos pueden provocar. La que, si se produce, no dejará piedra sobre piedra.

 

Pícaros

Contaban los viejos de mi pueblo que un vecino se encontró una mañana con la sorpresa de que le habían robado las gallinas de su corral durante la noche. No tuvo que hacer muchas averiguaciones para saber la hora en que se había producido el hecho porque del cuello del gallo colgaba un letrero que decía: “Desde las dos estoy solo”.

Referían también el caso de un zapatero que tenía su pequeño taller en una habitación de su casa, cuya ventana daba a la calle. Entre puntada y puntada, seguía las idas y venidas de la gente.  Observó que el pescadero ataba su burro en la argolla de la pared de la casa de la vecina de enfrente y tardaba en salir más de lo que de la transacción comercial podía suponerse.

El espabilado artesano de la lezna y el cuero, pensó que la ocasión la pintaban calva. Cuando calculaba que el vendedor ambulante andaría en plena faena amorosa, él aprovechaba para birlarle algunas sardinas del serón, que envolvía en el mandil donde cerote y cabos hacían mixtura.

Dos casos que tendrían cabida en la novela picaresca, que tuvo cuna y brillante desarrollo en España durante los siglos XVI y XVII, época dorada de la literatura hispana. Algunos ejemplos señeros, ‘La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’, de autor desconocido, ‘La vida del Buscón llamado don Pablos’ de Francisco de Quevedo y la “Vida del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán.

Sus autores nos muestran a través de las andanzas de sus protagonistas la realidad social de la época con sus estamentos de nobles, clérigos y villanos. 

Doña María Moliner define en su Diccionario de uso del español la palabra pícaro como “tipo de persona no exenta de simpatía, que vive irregularmente, vagabundeando, engañando, estafando o robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia».

El pícaro de nuestro tiempo ya no pertenece al lumpen social, al contrario de aquellos de las novelas de nuestro Siglo de Oro, que aguzaban el ingenio por la necesidad. Los de ahora pertenecen a clases sociales elevadas. No roban sardinas ni gallinas. Disimulan sus verdaderas intenciones con ardides sofisticados en pantallas de televisión y atriles de oratoria. Nos lían con la letra pequeña de farragosos contratos. Gente de educadas formas que meten mano en cartera con sonrisas y reverencias a la japonesa. No fingen, hurgándose con palillos entre los dientes, que han comido con hartura sin haber probado bocado, sino que comen en restaurantes finos. Ni esconden lo sustraído en mandiles, sino en una maraña de leyes y reglamentos, cuando no se los saltan olímpicamente a la torera.

A los que nos hurtan el vino de nuestros consuelos por el orificio hecho en la base del jarro de nuestra ingenuidad, solo nos queda el pataleo, sin poder rompérselo en la cara, como hizo el ciego con el Lazarillo.