Corrían los años setenta y nuestro protagonista había pasado ya de los cuarenta. Las discotecas estaban en plena ebullición y a él le cogían un poco con el paso cambiado, pero no sin deseo de visitarlas. Escuchaba historias a los más jóvenes que fueron alimentando su curiosidad. El ambiente a media luz, las copas, los ligues fáciles y su imaginación producían en él un efecto parecido a los cantos de las sirenas en Ulises.
Carrera que no da el galgo en el cuerpo se le queda, pensaba y él ya tenía bastantes tanganillos que le dificultaban las suyas. Fiado a los latines, carpe diem, determinó ponerlo en práctica.
Convenció a un amigo que estaba en parecidas circunstancias y decidieron que la noche del siguiente sábado comenzarían a saborear las mieles que la vida ofrecía y de la que ellos no estaban disfrutando.
Explicaban este retraso en que de muy jóvenes sus padres pusieron bridas a sus apetencias por evitarles peligros irremediables y cuando estuvieron maduros, que adónde iban ahora, que ya debían estar de vuelta. ¿Cuál era el momento oportuno entonces? ¿Qué vuelta era esa, si no habían llegado a ningún sitio?
No había más que hablar. Compró una colonia, asesorado por la dependienta de la tienda, esa que en las distancias cortas se la juegan, pues él sólo usaba el Floïd que le echaba el barbero cuando se afeitaba.
Antes de acceder a la burbuja estridente y anhelada recorrieron varios bares. Para empezar bien la noche, unos cubatas, nada de vino peleón. La ocasión lo requería. Tan bien les sentó la primera toma que repitieron comanda. La conversación fue creciendo de intensidad y fantasía.
Pero mire usted por dónde, nada más acceder a la discoteca tuvo un primer percance. Lo deslumbraron las luces intermitentes de una gran bola luminosa. Tropezó en el escalón que daba acceso a la pista y si no es por varias personas que lo sujetaron da con las narices en el suelo.
Empezó a sacar pareja en todos los grupos de mocitas, sin dejar ninguna atrás y solo encontró negativas.
La música para bailar suelto no le gustaba. Mientras volvían a poner la lenta fue a la barra. Por señas y a voces pudo pedir otros dos cubatas. Intercambiaron consejos de cómo abordar a las mujeres. Invitó a un grupo de chicas a tomar lo que quisieran. “No aceptamos invitaciones de desconocidos”. ¡Vaya! Empezaban a asomar los picos de la camisa por fuera de los pantalones.
En el coche que los llevaba de regreso, después de un largo silencio, le dijo a su colega de aventura:
“A la rubia la tenía en el bote. No hacía más que mirarme”. El amigo volvió la cabeza y, somnoliento, respondió: “¿Pero no era a mí a quien miraba?… ¿O eso es una canción?”
La alborada empezaba a coronar de rosa el horizonte y los gallos anunciaban un nuevo día.