Seminario, décima parte.

capilla

Nos despertaban los días lectivos a las seis y media y los domingos a las siete con música generalmente gregoriana o clásica. El día de la Pura del año 1967, estudiando quinto curso, empezó a sonar  “El pequeño tamborilero” interpretado por Raphael. Fue una de las veces que con más alegría y diligencia me levanté. Salí al pasillo inmediatamente y allí me encontré con otros compañeros, entre ellos Luis Cañamares (q.e.d) y compartimos la alegría que nos produjo, en vísperas de Navidad,  escuchar esta canción, que entonces estaba en pleno apogeo. 

Antes de subir a la capilla para la meditación y la misa dejábamos las camas con las mantas y sábanas echadas hacia atrás para que se aireasen. Nunca llegué a saber con exactitud qué es lo que tenía que hacer en la meditación  y cuando preguntaba a los compañeros me decían que pensar en Dios y contarle tus cosas como si fuera un amigo. El asunto es que entre la hora intempestiva y que yo no estaba por la labor, mi imaginación volaba a mi pueblo y a correrías por él, cuando no me entregaba plácidamente a un sopor somnoliento. En cuarto y quinto curso pensé que esa hora podía emplearla en leer  historias  más amenas y decidí forrar libros para que no se vieran las pastas y llevármelos a la capilla.. Mientras mis colegas de al lado entornaban los ojos con sus meditaciones religiosas o leyendo el evangelio,  yo me  refugiaba en las historias de esos libros. Claro que esto no duró mucho pues uno de los vecinos de banco, que después me enteré quién fue, pero no voy a decir,  le fue con el cuento al prefecto. Un día me llamó por medio del delegado de curso a su cuarto. Fue directamente al grano, preguntándome en  qué textos buscaba la inspiración para mis meditaciones.

No fue este el único episodio con mis lecturas.  En  mi camarilla, en lugar de estudiar los latines y los griegos, también me dedicaba a leer novelas que me traía de casa.  No sé cómo, pero el prefecto entró un día en mi cuarto sin estar yo allí y vio sobre mi mesa “La selva”, de Louis Bromfiel y en una de las pláticas, sin decir mi nombre, dijo que había algunos disipados que en lugar de estudiar se dedicaban a leer no sólo libros que no eran de texto, sino de los que estaban en el Índice de la Iglesia como condenables. Como dijo el título del libro y el autor, recibí el impacto en silencio e intentando que no se me notara en la cara el directo a la mandíbula. Fue  el principio del fin de mi estancia en el seminario.

Seminario, novena parte.

Las pláticas eran las charlas que periódicamente nos daban los prefectos cuando ellos consideraban que había que dar un toque de atención sobre  normas de comportamiento en la convivencia diaria.  

Las de D. José Díez eran temibles. A este prefecto no le vi nunca pegar a nadie, pero su presencia, sus gafas ahumadas, su voz, su expresión de casi permanente enfado, imponían.  A veces, cuando te acercabas a decirle algo con la voz que casi no te salía del cuerpo y estaba de malas te soltaba con un vozarrón: “¡Ehhhh!” “¡Cómooo!”. De tal manera que cuando le repetías lo que tenías que decirle las palabras salían  de la boca liadas  y  tartamudeadas.

Para las pláticas  nos reunía al atardecer a toda la comunidad, generalmente, en el salón de actos cuando el asunto era de enjundia y requería un marco solemne. Sin nombrar a nadie, escondidas sus referencias tras el pronombre “algunos” iba desgranando su retahíla de llamadas al orden. Después nosotros le íbamos poniendo nombre y cara a los que pensábamos que se había referido.

En cuarto y quinto dormíamos en camarillas independientes y completas porque a las de tercero les faltaba el techo y la de los Sagrados Corazones tenían sólo los tabiques laterales. Los dormitorios de los Gramáticos, como ya he dicho, eran corridos. Las de quinto estaban dedicadas cada una a un santo, eran las de construcción más reciente y los nombres eran los señalados por los benefactores. A mí me tocó la de San Antonio. En estas camarillas dormíamos y estudiábamos, o sea, que  consumíamos la mayor parte de del tiempo dentro de ellas. Los  cursos inferiores tenían su tiempo de estudio en un lugar común.

diez

El cuarto del Prefecto D. José Díez estaba en la misma planta  que los dormitorios de los de quinto, pero no en el mismo pasillo, sino en una estancia que se comunicaba con éste por una puerta. Cuando durante las horas de estudio necesitábamos salir o bien al aseo o a consultar algo con otro compañero y nos lo encontrábamos en el pasillo con su mole inmensa, negra y  con sus gafas oscuras nos coartaba tanto, por lo menos a mí,  que hasta se nos olvidaba a lo que habíamos salido, en unos casos nos dirigíamos al servicio, pues estaba mal visto que fuésemos a la camarilla de un compañero, pero si no había más remedio había que dejar la puerta abierta mientras se permanecía dentro. Otras veces  nos dábamos media vuelta sobre nuestros pasos y nos metíamos de nuevo dentro de nuestra camarilla. Por las mañanas después el desayuno  abría el periódico “HOY”  y allí permanecía leyéndolo en el pasillo hasta que se quedaba todo en silencio y él se retiraba a su cuarto. Muchas veces abríamos la puerta con mucho cuidado y por la rendija comprobábamos si todavía estaba por allí. Si lo veíamos metíamos otra vez la cabeza dentro, como los lagartos.

Tengo que decir que se portó conmigo extraordinariamente una vez que le comuniqué mi decisión de abandonar los estudios eclesiásticos y cuando tuve que ir a examinarme de quinto, pues me salí en Semana Santa, todo fueron facilidades.

La última vez que lo vi fue en Segura de León, en el entierro de don Fernando Maya. Me dirigí  a él. De pronto no me reconoció, pero al decirle que era de Ahillones y referirle algunas cosas más se alegró y estuvimos comentando cosas de aquel tiempo ya tan lejano.

Seminario, sexta parte.

hifi

La sala de juegos de los Retóricos estaba en el rincón que miraba al mediodía  en el patio de tierra, al lado de una fuente de dos grifos, donde escuché algún anochecer otoñal escuché a José María Cerqueira tocar la armónica. 

Disponía esta sala de un aparato de radio y una televisión, nuestras ventanas al mundo lejano. La tele la compramos entre todos, aportando cada trimestre cinco duros para amortizar la adquisición. No existía el color todavía en los aparatos receptores. La visión era en blanco y negro, pero el prefecto, D. José Díez Medina, sentado en primera línea,  le colocaba un papel de celofán azul, lo que además de darle un ambiente celestial a las imágenes servía para que el brillo no molestase mucho  a la vista.

La tele se ponía los domingos por la tarde. Bonanza, El Llanero Solitario, El Virginiano y algunas series más nos servían para pasar las tardes de manera más o menos entretenida. En la parte inferior de la pantalla iban saliendo, sobrescritos y parpadeantes, los resultados de los partidos de fútbol según se iban produciendo los goles, lo que era acompañado de expresiones de júbilo o decepción según  las filias futboleras de cada uno. Recuerdo a Joaquín Becerra Picón, como forofo del Atlético de Bilbao y al prefecto, sevillista, como yo. No había más coincidencia en gustos y aficiones, que yo supiera.  Después venía el partido de fútbol televisado, que era el plato fuerte para los que nos gustaba este deporte.

Existía por aquel entonces un programa llamado Escala en Hifi en el que unos actores ponían su cuerpos y sus gestos para acompañar en off las canciones de moda. Un grupo estadounidense llamaba la atención por su música vibrante y pegadiza, Los Four Tops y su canción  Reach out l’ll be there, algo así como ‘Cuando me necesites, allí estaré’. Le gustaba especialmente a mi amigo y casi paisano Luis Cañamares, que en gloria esté.

Una tarde fría y húmeda, de esas con las que el Guadiana abrazaba a la ciudad pacense, salió una actriz con  ropa ceñida y escasa y con unos movimientos algo insinuantes para la época y el prefecto con gran sofoco y sin dar más explicaciones apagó la tele y nos echó a pasear al patio hasta la hora de la cena. El relente difuminó y enfrió las posibles elucubraciones mentales que aquellas imágenes pudieran habernos ocasionado.

Fue durante esta época cuando el Inter de Milán, con Helenio Herrera a la cabeza y los Corso, Mazola, Facheti… le disputaba la primacía europea al R. Madrid. Una de las noches televisaban una semifinal de la Copa de Europa, pero llegó la hora de la cena y tuvimos que dejarlo. Tan mal nos sentó a los más futboleros que D. José Díez, viendo nuestras caras dijo: “El que quiera ver el partido puede verlo,  pero se queda sin cenar.”  Unos cuantos perdonamos la cena por  el partido y nos fuimos  otra vez a la sala a verlo. Me arrepentí cuando de madrugada mis tripas reclamaban el alimento que yo, por esa pasión, les negué a su hora.

 

Seminario, quinta parte.

La mayor ilusión  que tenía yo en el Seminario era jugar al fútbol los domingos. Se organizaban ligas en los distintos cursos. Existía un  colegio de árbitros y un  comité sancionador. Un año me eligieron encargado de deportes, en la época de D. José Mendiano  y como tal asistí a la prueba que se convocó para examinar a los aspirantes a colegiados. Como presidente del tribunal ejercía D. Antonio Heredia Muñoz, uno de nuestros inspectores. Mi papel era meramente presencial, pues era Heredia quien llevaba la voz cantante y quien sabía más o menos el reglamento, pero había que seguir el protocolo.

Después de las competiciones nos daban la merendilla de pan y chocolate y a mí se me  entraba la descomposición nerviosa cuando pensaba en lo que venía después: las clases con don Pedro Caballero o don José Díez.  

El equipo titular del Seminario jugaba muy bien: Serradilla, Seco, Baena, Calderón, Cano…Hubo algunos de estos jugadores que fueron tentados por equipos de postín.

Los Luises y el C.D. Badajoz B eran equipos con los que se competía a menudo. A veces se jugaba en el antiguo campo de la Metalúrgica, pero la mayoría de las veces se hacía en el campo de tierra del Seminario, antes de su partición y permuta por terrenos en la parte trasera. Les ponían redes a las porterías y antes de que las volvieran a recoger nos entreteníamos  chutando  para  imaginar que estábamos en los grandes estadios y no tener que ir a recoger la pelota.

La noche del sábado pasaba Fernando Agudo repartiendo las camisetas por las camarillas para jugar en el equipo  titular de los Retóricos. Tenía su grupo de amigos a los que nunca le faltó la llamada de este seleccionador, pero yo nunca le perdoné sus olvidos, jejeje. Cubero Caballero era otro que ejercía estas funciones de reparto.

fútbol

Se creó un equipo de fútbol, el Excelsior, para competir en categoría infantil en una liga entre colegios de Badajoz: Flechas Negras, Nª Sª de Guadalupe, Betis, Salesianos, Maristas…Tuvo la suerte de ser titular del mismo. Nos entrenaba D. Pedro Miranda  en el patio por las mañanas antes de empezar las clases.

Los balones con los que jugábamos eran esferas irregulares de trayectorias impredecibles,  con unos costurones de cordones de cuero por donde se le entraba la vejiga o parte inflable. Cuando se le daba de cabeza y coincidía con estas costuras veíamos las estrellas. Existía un cuarto de los balones para cada Comunidad donde se reparaban y enceraban. Era uno de los cargos más apetecibles. Cubero caballero ejercía de utilero reparador. De Gramáticos jugábamos al fútbol en los recreos de la tarde y cuando fuimos Retóricos, al balonmano. 

Los domingos por la tarde se oían  los gritos de los aficionados que asistían al partido cuando marcaba los goles el C.D. Badajoz en el antiguo y cercano campo del Vivero. Recuerdo la que se armó, con tirada de cohetes incluida, una tarde de domingo del 66 o 67  cuando el equipo ascendió de categoría. Creo  que el entrenador era Abilio y destacaban, entre otros, jugadores como  Cabello, Medina, Eusebio, Pérez Lozano, Tapia y Pereira, con el que muchos años después coincidí  jugando en el C.D. Santa Marta.

 

Seminario, cuarta parte.

Seminario

A primeros de noviembre se celebraban los ejercicios espirituales. En el Seminario Menor durante tres días y en el Mayor una semana. Eran días de silencio riguroso. Después de cada charla paseábamos por el patio supuestamente pensando en lo que nos decían en las pláticas. Otros, más devotos, se iban a la capilla para estar más concentrados. En el Mayor se regían por los toques de la  campana que estaba en un rincón del patio de las columnas. Franco  era el conserje y portero y también el encargado de tocar la campana. Días de pocas horas de luz,  de niebla del Guadiana y meditación. Mucha meditación.

Un año, a los pequeños nos dio los ejercicios D. José María Diosdado, de Linares de Riofrío. No sé por qué lo recuerdo, pero algo debió influir para que perdure tanto tiempo en la memoria. Por aquel tiempo ideé un abecedario con signos que asociaba a cada letra una grafía que yo me inventé, así la a era un punto. Una especie de morse para uso doméstico. De esta forma escribía mis interioridades sin que nadie se enterase.

Se suponía que después de los ejercicios debía de haber una mejoría en los comportamientos. Un año, a la mañana siguiente de terminar éstos, recién acabada la misa y antes de bajar a desayunar,  tan  deseosos estábamos de hablar después de tanto silencio, que me fui la camarilla de un compañero, Joaquín Becerra Picón, de Feria,  junto con otros compañeros vecinos. La puerta de la camarilla estaba abierta. No se permitía que si había más de uno en  ella  ésta permaneciese cerrada. Yo, charla que te charla, no me di cuenta que D. José Diez se situó detrás de mí pues yo  estaba de espaldas a la entrada; sólo  la cara de pavor del resto de los compañeros me hizo presentir la presencia del  Prefecto. “Buenos propósitos hemos sacado de los ejercicios”…No tuvo que añadir nada más. Cada uno  se agazapó  como pudo y  se refugió en su camarilla respectiva, pero el día ya estaba hecho. Un auténtico “fiche”, que era como llamábamos cuando nos sorprendían los superiores infringiendo el reglamento.

Los días de retiro eran sólo una mañana, generalmente la de los jueves, también de silencio y meditación. Se hacían más llevaderos. Se celebraban varios a lo largo del curso. Tanto en unos como en otros no se podía pasear por el patio en grupos y hablábamos a hurtadillas de la vista de los inspectores  y de algunos que tenían fama de  correveidiles.

Seminario, tercera parte.

Del edificio del  Seminario no se salía durante el curso a no ser para ir  de paseo  o a la catedral en los días de fiesta mayor, como el Corpus o las ordenaciones sacerdotales y siempre en formación de ternas, son sotana, beca y a veces birrete. Así que para la pequeña intendencia estaba Manolo el recadero que gestionaba la lista de encargos diariamente. Eso si lo  que se necesitaba no lo había en el pequeño comercio,  que también servía de barbería y que estaba ubicado  a la derecha del pasillo de acceso al comedor de seminario menor. A Manolo lo vi bastantes años después trabajando de camarero en el bar La Toja, cerca de la antigua central lechera.

 La sala de visitas estaba casi enfrente del patio de los naranjos, al bajar unas escaleras que separaban el seminario mayor del menor. Allí nos veíamos con nuestros familiares. Las horas de visita estaban fijadas  en el horario de los domingos a las dos menos cuarto, pero en aquel tiempo de malas y escasas comunicaciones nos dejaban, generalmente, verlos brevemente en algún hueco del horario lectivo, pero no siempre era así y  en ese caso nos dejaban lo que nos traían para entregárnoslo al día siguiente.

 Para eso existían el “cuarto de los paquetes” y “el cuarto de las talegas”,  instituciones que adquirían  su relevancia por las noches en el comedor después de la cena cuando el lector con frase ritual decía: “al cuarto de los paquetes…” o “al cuarto de las talegas”  y leía la lista de los afortunados que habían recibido algo,  bien por correo o por alguna visita a la que no pudimos ver.

ddoroteo

Otro  personaje famoso fue el portero, Franco, que tenía su oficina en la puerta principal de entrada, justamente a la derecha, según se accedía después de atravesar la verja y un pequeño corredor ajardinado. Allí acudíamos cuando nos llamaban por teléfono desde casa.

Era el encargado de tocar la campana que colgaba de una de las esquinas del referido patio de los naranjos. Por sus toques se regían los alumnos del  seminario mayor.

Yo necesité salir un día  para ir a ver a mi hermana que había  sido operada en la Cruz Roja. El protocolo para tales casos era decírselo primero al prefecto y éste se lo comunicaba al rector. En el caso que refiero, D. José Díez y D. Doroteo Fernández, respectivamente. Este último ejercía también como administrador apostólico  de la diócesis.

Así que un anochecido, vestido de gala para la ocasión, sotana y beca, encaminé mis pasos  a su despacho  que estaba en el primer piso de la entrada principal, la de las escaleras de mármol.

Llevaba yo memorizada las frases de ritual y el tratamiento que debía darle a tan eminente personaje.

No recuerdo en qué tropelía salieran de mis boca, pero una vez allí dentro, ante aquella mole de obispo,  leonés, buen comedor y mejor bebedor, la entrevista se desarrolló con más afabilidad y naturalidad de lo que yo en principio sospechaba. Me preguntó por el cura de mi pueblo. Permiso concedido. Al día siguiente salía fuera del edificio, en este caso con ropa de calle,  para visitar a mi hermana que  había sido operada el día anterior por D. Federico Alba, al que apodaban el médico del ojal, por la pequeña incisión que hacía para las  apendicitis. Era capellán de la institución sanitaria D. Manuel Mantrana, que también ejercía funciones de confesor en el Seminario.

 

Algunos recuerdos de Badajoz

 

 

 

 

 

 

Solíamos tomar nuestras cervezas y nuestros vinos  en  dos bares que estaban uno frente a otro en la calle santo Domingo: el bar del Jamón, con el inolvidable Gaspar, y el Escorial. Hacíamos triángulo con visitas al bar del Foco en la calle Guardia Civil. Perdíamos poco tiempo en los traslados. Tampoco desdeñábamos en alguna noche  de correría etílica  otros lugares  de reconocida reputación estudiantil,  como la  calle Zurbarán, conocida por nosotros como la de los bares.  Nada de cubatas: cerveza o vino. Algunos fines de semana nos acercábamos a Vasco Núñez, a la casa del Nene, a probar su vino edulcorado y sus peces del Guadiana, que tenía almacenados en una olla y  servía,   si no los mercabas recién fritos, a temperatura ambiente, o sea, fríos.

Nos llamó la atención una novedosa iniciativa que el diario HOY puso en práctica a principios de los años setenta. En varios puntos de la ciudad colocaron unas mesitas con ejemplares del periódico para que los ciudadanos los cogieran y pusiesen   el importe  en un cajón.  Nosotros  en algunos ratos libres observábamos desde la entrada  de la antigua escuela de Magisterio la que colocaron  en la puerta del colegio de las Josefinas. Una encomiable iniciativa para que la educación cívica se ejercitara, pero no debió calar mucho en la ciudadanía la obligación de la contraprestación económica por el servicio de la lectura del periódico. No obstante hay  que resaltar la honradez de los que sí pagaban. Hoy probablemente sería peor y  duraría poco la mesita en su sitio.

Eran los tiempos  del HOY  en  la plaza de Portugal y de Herminio Pinilla Yubero  como director,  de Francisco Rodríguez Arias como escritor de artículos de fondo y de Antonio  García Orio-Zabala, cuya oronda humanidad vi una vez al trasluz pálido de un barbadillo en el kiosko de san Francisco. Buen plantel de periodistas y colaboradores, mejorando los actuales, bajo la capa pluvial de Herrera Oria y su Editorial Católica.

Yo adquiría el periódico en el puesto que un señor tenía en la acera de la última casa antes de enfilar el puente Viejo camino de la barriada de san Fernando. Sobre una silla de tijeras colocaba los ejemplares con una piedra encima para que el aire no los deshojara. El vendedor permanecía de pie apoyado en un bastón y casi siempre con una gabardina marrón. Era poco comunicativo y el acto de la transacción se limitaba a entregar  el periódico y poner el duro que costaba en una cajita que tenía al efecto.

Una  de las secciones  que gozaba de gran aceptación era “la mininoticia”, donde de forma escueta se daban pinceladas sobre la actualidad pacense.

En la radio sonaba todavía el soniquete que Manolo Pérez  divulgaba a diario en la emisora sindical para potenciar su club de oyentes “o te haces del club o te quedas en la cuneta”.

San Juan, con su recién estrenado pasaje, y las calles confluyentes a ella  conservaban aún el trajín  del ir y venir con bolsas de compra. Las librerías la Alianza y Doncel eran un hervidero de estudiantes  durante el curso,  sobre todo a principios del mismo.

La inauguración de Simago  por su estratégica situación y por la escasez de otras grandes superficies supuso un hito  comercial destacable en la ciudad,  que ya empezó a desplazarse  hacia el oeste. Allí recalábamos los estudiantes deseosos de novedades y sobre todo de ver a  las bellas muchachas que despachaban.

Las salas de cine gozaban aún de buena salud y era una  opción destacable para pasar la tarde de los sábados y domingos. Recuerdo ahora a bote pronto el  López de Ayala, Menacho, Conquistadores, Avenida  y la sala  de arte y ensayo,   Pacense,  que tuvo una gran aceptación entre la progresía de aquella época por la calidad de las proyecciones.

En la biblioteca municipal que estaba al lado del hospital provincial, en la plaza de Minayo, conocí de bibliotecario a Manuel Pacheco con su melena rizada,  abrigo de cuello alto y su amabilidad a prueba de estudiante desorientado.

Son algunos recuerdos,  a salto de mata,  de un estudiante en Badajoz  en el sesenta y nueve y principios de los años setenta  cuando todavía se daban los días si te cruzabas con alguien por la calle.