Empezaban a asustarnos pronto: “Duérmete niño, que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco”.
Los cuentos estaban llenos de ogros, lobos y brujas. Las pesadillas eran vómitos del subconsciente que no soportaban ingestas tan pesadas.
Nos prevenían del ‘tío de la sangre’ para que no saliéramos solos al campo, sobre todo en esas horas plúmbeas de la siesta, cuando el tiempo se ralentiza en la masa viscosa de la flama.
El pozo, al que nos gustaba asomarnos para ver el brillo de las escamas de los peces, era vigilado por ‘la mora’, que al más mínimo descuido nos tiraría de los pelos para arrastrarnos a las oscuras profundidades.
El sebo, la grasa que le echaban a las ruedas de los carros para que no chirriaran por los caminos polvorientos, se lo asignaban a otro ser temible. Harían con nosotros el lubricante negro.
A los muertos, despedidos con el deseo de su descanso eterno, no los dejaban tranquilos. Los invocaban con extraños ritos espiritistas para hablar con ellos. A nosotros nos producía desasosiego escuchar hablar de estos temas.
Los que sintonizaban la emisora clandestina, ‘La Pirenaica’, lo hacían con la puerta cerrada y el volumen en mínimos, temerosos de que alguien pasara por la calle y lo escuchara. Eran tiempos de sospechas y lealtades sin fisuras.
Si pasabas de noche por una calle con poca iluminación podías encontrarte con una marimanta. No entendíamos todavía que su misión era ocultar relaciones o la broma de algún carnavalero cuando estos festejos estaban prohibidos. En muchos pueblos de Extremadura se alude a la ‘Pantaruja’ con misiones parecidas.
Todavía no habían llegado los teléfonos móviles. Solo existían los fijos. Su timbre a deshoras sonaba en el silencio de la casa como una alarma que socavaba los cimientos del sueño. Un latigazo en los oídos que aceleraba las pulsaciones en las sienes. A nadie se le ocurriría llamar de madrugada para felicitar un cumpleaños o quedar al día siguiente para ir de compras. Eran generalmente malas noticias las que se recibían.
Los golpes en la puerta a horas intempestivas producían el efecto de un mazo golpeando el corazón. Un grito de socorro o una amenaza que invadía nuestra intimidad.
Hubo aldabonazos de infausta memoria, invitando a paseos a quienes nunca volvieron.
A las familias que los padecieron les quedó el rastro del miedo prendido en las alas de los prolongados ecos. Un estigma que nunca superaron.
Solo los que esperan fuera saben cómo es el terror, reflejado en los ojos del que abre.
¡Cuánta aprensión, cuántos enemigos reales o imaginarios condicionan la existencia!
A un paisano emigrante le escuché una noche de aquellas una frase que no olvido. Los demás amigos le avisaron para que bajase la voz. Criticaba algunos comportamientos de gente notable y había ciertas personas con las antenas desplegadas: “¡Lo que nos hacía falta, en la cárcel y con miedo!”