Suspiros

Está la luz borrosa en los espejos que el calor forma en la lejanía. El aire caliente y denso remolonea en las solanas. En medio del patio, el pozo recibe por su boca un rejón de luz que llega al fondo del agua oscura y deja ver a través de la medalla luminosa que la luz acuña, fugaces, las escamas de los peces.  El niño recibe temblorosos ecos de su voz que rebotan y suben hasta el brocal donde en una cuba de zinc merodean sedientas, indecisas y esquivas avispas verdinegras.
En el interior de la casa el hombre se ha levantado de la siesta con cara de pocos amigos. Pelo revuelto y ojos hinchados. Mejor no hablar con él hasta que los humores se asienten. Trae la huella del sueño labrada en los pliegues de su cara. Con el torso desnudo y bostezando se dirige al segundo paso de la casa donde está la cantarera y el botijo. Bebe largamente y deja que resbale un hilo de agua por su pecho. Después da un suspiro con dobladillo de queja: “¡Ay, qué vida esta!”, lo que recibe réplica inmediata de su esposa que cose en la sala:  “¡No sé por qué suspiras tanto, con la vida que te pegas!”. “¿No puedo suspirar ni en mi casa? ¡Vamos, hombre!”. De alguna forma la mujer ha sentido el suspiro como una queja indirecta hacia ella.
 Y es que son como las rastras, que sacan del pozo las cubas caídas en el pozo.
Los hay de frustración, de hastío, de quejas contra el mundo o de pena por ausencias. Bécquer se quedó en la obviedad de su esencia y su destino: el aire. Dicen que los suspiros fisiológicos se repiten varias veces cada hora de forma inconsciente, por una necesidad que tiene el cuerpo de reponer oxígeno. Son más discretos e imperceptibles, pero los otros, los emocionales, traen mensajes en la cola del aliento. Yo observaba de niño los de las viejas mientras dormitaban en la camilla o zurcían tras la puerta entornada. No los comprendía entonces.

Salían lastimosos y traían palabras detrás, como el estrambote de un poema o la media verónica que culmina una tanda de pases de capote.  Tristes unos y añorantes otros. Hay suspiros que no necesitan más explicaciones para saber de qué van por la rúbrica que los cierra: ‘¡Qué castigo!’ o ‘¡Qué cruz!’ Otros llegan con avales de vírgenes y santos. Muy implorada la del Carmen, por ser protectora de los navegantes. El recurso a los patrones y patronas de los pueblos siempre está a mano para un apuro. Pedro Antonio de Alarcón describe maravillosamente los que llegan heridos de amor: “…suspiras, ¡ay! y acongojado miro/que no es por mí…Y así, mujer amada, /no sé si flores son o abrojos/esos suspiros de tus labios rojos, /ignorando también en mi desdicha/si mi vida o mi muerte son tus ojos”.

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