Los que ya tenían galones de teniente en el escalafón de la mala audición han sido ascendidos de grado sin antigüedad ni méritos de guerra. A la rapidez de la prédica y la deficiente articulación de algunos interlocutores se ha añadido el uso de mascarillas y mamparas, lo que complica más la comunicación.
Si el que nos habla tiene por costumbre hacerlo con tono susurrante, como cura en confesionario o trasmisor de secretos de los de no se lo digas a nadie, el problema se incrementa. Totalmente si se necesita ver los labios para enterarse.
Y son muchos. Para 2050 está previsto que haya casi 2.500 millones de personas con algún grado de pérdida de audición.
Son variadas las causas que provocan esta deficiencia auditiva. La herencia familiar es determinante. Dos tíos abuelos míos mantenían conversaciones sentados al fresco en las tardes de verano y se enteraba toda la calle de los temas que trataban menos ellos. Se contestaban sin ton ni son, cada uno por el camino paralelo que su oído suponía. Dos monólogos disparatados. Si a la pérdida de audición se añaden los acúfenos, con variedad de pitidos, cantos de pájaros y zumbidos diversos, el problema se agrava.
Cuando las conversaciones son de cumplido o intrascendentes lo más que puede suceder es que se confunda muerte con bautizo o viaje de ida con el de vuelta. En otros casos pueden acarrear perjuicios o meter la pata hasta el corvejón.
El otro día en una oficina bancaria el empleado y un cliente estaban separados por una mampara de cristal y por las mascarillas de cada uno. Aunque el primero elevaba el tono, no había manera de que se enterase el usuario, que tuvo que rogarle que le diera las instrucciones por escrito.
Por no parecer pesado y pedir que les repitan lo que les han dicho afirman debiendo haber negado o viceversa. Se advierte en la mirada del interlocutor que agranda los ojos, desconcertado, por no esperar esa respuesta, que puede asociar a la falta de audición si está al corriente del problema o a desvaríos mentales si se intenta ocultar por quien lo sufre.
Lo más barato y corriente para intentar oír algo mejor es poner la mano en forma de antena parabólica detrás de las orejas. En siglos pasados usaban trompetillas, que era tenderle a las palabras una entrada cónica. Algunos decían, ‘¿mande?, o sea, ‘no me he enterado de nada’.
Las dificultades de audición llevan a los que las padecen al aislamiento, a encerrarse en una burbuja de silencios.
Existe cierta reticencia a ponerse audífonos porque parece que manifiestan una discapacidad que hay que ocultar. Sin embargo, las gafas se muestran sin recato e incluso se presume de ellas. Un amigo pidió presupuesto de unos hace poco. Recibió tal impresión al ver el precio que los acúfenos, como gallinero sorprendido, manifestaron su desconcierto con un recital de ruidos.