Publicado ayer en el periódico HOY, sección Raíces.
Hasta comienzos de los años sesenta no empezaron a llegar los primeros televisores a los pueblos. Este hecho cambió paulatina y radicalmente las costumbres familiares y las relaciones en los bares. Si toreaba “El Cordobés” se abandonaban las eras por dos horas y los labradores se venían a los locales del pueblo a ver la corrida. Las pocas casas que tenían televisor se convirtieron en salas de teatro de vecindad para ver ” Estudio 1″.
Anteriormente, cuando los miembros de la familia nos sentábamos en la mesa nos mirábamos de frente porque nada reclamaba nuestra atención visual en otro sitio. La pantalla creó después monedas de perfil, vivos retratos que se repetían cada noche. Imagen que tomo de Lorca en Antoñito el Camborio.
En invierno nos acostábamos pronto. Cuando se encendían las luces de la calle nos recogíamos en nuestras casas después de haber jugado toda la tarde y nos sentábamos al brasero. Si había temporales o el viento silbaba por cables y cornisas la luz tomaba las de Villadiego. El tendido eléctrico no aguantaba esos aspavientos de la naturaleza. El remedio para la fuga eran quinqués, velas y candiles. Había que tenerlos siempre a mano. Las calles estaban escasas de bombillas y abundantes de barro y charcos cuando llovía. Los que tenían que salir de casa por necesidad alumbraban sus pasos con linternas para evitar meter los pies donde no debían, cosa que no siempre era posible. Los niños nos embelesábamos con las charlas de los mayores. A veces llegaban visitas, rito y costumbre social de pésames y parabienes de nuestros pueblos. Nunca faltaban temas de conversación y las mujeres, principalmente, enlazaban unos temas con otros con asombrosa versatilidad.
En la mesita con paño de encaje estaba la radio que asemejaba el chiflo del afilador cuando movíamos el dial buscando emisoras. Sonaban anuncios con música pegadiza, como la de aquel negrito del África tropical o el que nunca iba a ninguna parte sin llevar la pastilla en el bolsillo.
Algunas noches nos contaban cuentos los mayores. Sentíamos por los de miedo atracción y temor al mismo tiempo, pero la intriga nos vencía y los pedíamos. Los ojos eran agujeros negros que todo lo absorbían asombrados y medrosos. Tenía mi padre la costumbre de preguntar después de contar alguno que quién iba a subir al “doblao” a por los garbanzos para el cocido del día siguiente. De tripas hice corazón y algunas veces subía, pero otras entregué las armas y el bagaje del valor y me negaba. ¡Para qué les cuentas esas cosas a los niños!
Jugábamos también al parchís. Escaleras azules, rojas verdes y amarillas hasta el trono central. Cuando nos cansábamos le dábamos la vuelta al tablero y la oca nos conducía entre cárceles, pozos y tiro porque me toca hacia el triunfo.
No sabíamos, cuando se empezó a hablar del bingo en las urbes y a gastarse la gente los cuartos en los salones, que nosotros, los niños de entonces, ya conocíamos ese juego de bolas y cartones , aunque con otro nombre. Se llamaba lotería.