Los silleros cogían en las orillas de los ríos la enea o espadaña de hoja ancha, que por tierras extremeñas y andaluzas denominamos también bayunco. Se recolectaba desde el mes de mayo hasta finales de verano. Una vez cortada la extendían para que se secara durante unos quince días y cogiera el color amarillo dorado idóneo para su utilización en la confección de cestos, canastos, esteras…y sobre todo asientos para sillas. Con el fin de que estuvieran flexibles y no se partieran al doblarlas unas horas antes las humedecían regándolas con agua. Los pastores forraban con ella botellas o garrafas, así las protegían de golpes y preservaban el contenido de temperaturas extremas. A los niños nos gustaban estas plantas por las mazorcas cilíndricas de color marrón que tienen en su parte superior, los llamados puros, con los que simulábamos fumar, como veíamos hacer a los mayores en las grandes ocasiones. En las casas se utilizaban como adornos metidos en jarrones hasta que con el tiempo se deshacían o los deshacíamos nosotros por la curiosidad de averiguar qué había dentro.
Teníamos un sillero en el pueblo que dio por su oficio nombre a toda su descendencia, pero también por temporadas llegaban profesionales ambulantes sin más bagaje que sus diestras manos, una navaja y una espátula. Recogían las sillas que les entregaban y se iban a las afueras del pueblo, a la sombra que daban las paredes de las escuelas si hacía calor o alguna resolana si era invierno. ¡Con qué habilidad torcían y trenzaban la enea! Los niños al salir de la escuela nos parábamos a observar su trabajo artesano. A mí sobre todo me llamaba la atención cómo entremetían las tiras para dar continuidad al asiento cuando un de ellas se iba quedando corta. Terminado este le pasaban la espátula para alinear e igualar los cordones y cortaban los picos de la parte de abajo.
Los sogueros más renombrados procedían de Galicia. Las labores del campo necesitaban sogas y “abacales”, término este que se usa para designar las cuerdas que se hacían del abacá y que se utilizaban, entre otras cosas, para atar la boca de los sacos o juntar gavillas en haces. Colocaban sus pertrechos en una calle larga. En un extremo fijaban al suelo el torno, que tenía unos ganchos a los que ataban uno de los cabos de las cuerdas. Enfrente ponían una especie de carro al que unían los cabos opuestos. Según se quisiese la soga más o menos gruesa variaba el número de cuerdas. Permanecían en el pueblo hasta que terminaban los encargos que les hacían los labradores.
Para que la soga saliese lo más tensa posible se necesitaba un contrapeso en el carro y es allí donde nos montábamos los muchachos para ser arrastrados hasta el torno.
Jesús Arnal
El soguero introducía el husillo entre las cuerdas y las pasaba por sus acanaladuras. Al mismo tiempo, una persona comenzaba a dar vueltas a la manivela del torno. El soguero deslizaba el husillo entre las cuerdas caminando hacia atrás. De ahí deriva la expresión: “Ir para atrás como el soguero”. Las materias primas que más se utilizaban para hacer las cuerdas eran la pita, el cáñamo y el esparto hasta que el plástico y las fibras sintéticas fueron sustituyéndolas.