De la sillería de casa recuerdo especialmente dos: el sillón de niño y la silla costurera. El primero nos sirvió para llegar a la mesa y estar a la misma altura que los adultos. Nos subían y nos bajaban de él los mayores. Tenía sus apoyabrazos que impedían que nos cayéramos por los lados. Cuando fuimos adquiriendo destrezas intentábamos subir solos trepando por los tarugos para encaramarnos al asiento de enea. En ese trono nos tomábamos las papillas que nuestra madre soplaba y probaba antes para que no nos quemásemos. Allí también hicimos nuestros primeras prácticas de batería golpeando con los cubiertos sobre la mesa.
La silla costurera era baja y ancha y casi siempre colocada cerca de alguna ventana o detrás de la puerta del corral o de la calle. La asocio con las gafas de cerca de mi abuela sujetas con un elástico y con el cesto de la costura donde había un huevo de madera para ayudar a los zurcidos. Cuando se sentaba por las tardes, entraba una tira de sol por la rendija de la puerta entreabierta y ella en el silencio enhebraba la aguja con dificultad y cosía mientras nosotros jugábamos fuera.