De la sillería de mi casa recuerdo especialmente dos ejemplares: el sillón de niño y la silla costurera. El primero nos sirvió para sentarnos a la mesa con los adultos y comer junto a ellos. Nos subían y nos bajaban de él. Tenía su apoyabrazos que impedía que nos cayéramos por los lados, pero además nos sujetaban con una correa sobre el pecho porque nuestra natural e incansable actividad nos inducía a no permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando fuimos adquiriendo destrezas practicábamos escaladas trepando por los tarugos para encaramarnos al asiento. En ese trono nos tomábamos con el babero puesto las papillas que nuestra madre probaba y soplaba antes para que no nos quemásemos. Allí también hicimos nuestras primeras prácticas musicales de percusión tocando la batería con los cubiertos sobre la mesa.
El sillón era un bien mobiliario que pasaba de los mayores a los pequeños y posteriormente a otras generaciones de nietos y sobrinos. Si los alcabaleros cogen pista puede que graven estas transmisiones con efecto retroactivo como herencias o donaciones inter vivos. ¡Bonitos son ellos!
La silla costurera era baja y ancha. Casi siempre se colocada cerca de alguna ventana o detrás de la puerta del corral o de la calle para buscar la luz natural. Asocio su recuerdo con las gafas de cerca sujetas con un elástico a la cabeza de la abuela y con el cesto de la costura donde había un huevo de madera para ayudar a los zurcidos. En ella se sentaban por las tardes a coser, bordar, hacer ganchillo o encaje de bolillos las mujeres de la casa. Artesanía pura que conjugaba manos diestras con paciencia, alfileres e hilos. Sobre la luna del bastidor, bordados de seda y oro, flores, paisajes e iniciales de nombres.
Un espigón de sol dorado con muchas motitas de polvo en suspensión penetraba por la puerta entreabierta que daba al poniente. Las que eran mayores guiaban el hilo hacia el ojo angosto de la aguja con dificultad, debido a la presbicia y al temblor de las manos. Los niños- ¡qué ignorancia y falta de respeto!- nos reíamos de ellas cada vez que fallaban en un intento. ‘Por mi puerta pasaréis, pijoteros’, nos decían. Ya estamos en ello, abuelas.
Los muebles y los lugares conservan el espíritu de quienes los ocuparon. Un hueco en la mesa o una silla vacía producen un desgarro sentimental que anuda la emoción a la garganta cuando faltan las personas.
Allá en el doblado, que la RAE dice que se usa en Andalucía como sinónimo de desván, (aquí también, señores académicos), está recogida en un rincón la silla costurera. Una araña devana el hilo del tiempo silenciosamente en su respaldo. El ‘doblao’ es el subconsciente de las casas, donde se van almacenando objetos que sirvieron y ya estorban. Cuando de tarde en tarde subimos a ellos nos encontramos en las cosas almacenadas una parte de nuestra vida que creíamos olvidada. Afloran como en sueños las vivencias de otros tiempos. Aquel tirachinas hecho de cámara de bicicleta, la cruz con la bandera de España con que recibíamos a los misioneros, un patín descolorido…Trastos que se guardan pensando que algún día servirán y probablemente no vuelven a usarse, pero conservan los latidos en el corazón de la memoria.
Muy bonito. Y evocador de recuerdos añejos
Muchas gracias, Julio, por tu comentario.