Siesta

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El reloj de pared da una media espesa y lenta. Sus ecos  quedan  flotando en   la penumbra de la sala. En la mecedora de mimbre dormita la abuela con el abanico en el regazo. Un moscón raya el silencio con una rúbrica de vuelos. Luego se posa y cesa.  Unos niños están echados sobre una manta en el suelo. Alrededor de la cuba de cinc sobre el brocal del pozo las avispas  cortejan al agua. Refulge hiriente el sol en las fachadas blancas de las calles. En la lejanía de carreteras y caminos tiembla el aire en un  espejismo inalcanzable.

De la cruz de mayo a la de septiembre tienen por costumbre quienes trabajan en el campo partir el día por el nudillo de la flama. Tiempo de echarse a la siesta. La gente del pueblo en casa, el labriego en el cortijo y el pastor en la majada o a la sombra de una encina cuando las ovejas juntan sus cabezas.

A los  muchachos no nos gusta acostarnos.  Para evitar que nos vayamos  a los campos solitarios a esas horas a comer moras, cazar “langostos”  o a buscar pajarillos volanderos nos meten miedo  con el tío  que saca  la sangre.  

También nos asustan con la mora que  vive en las  profundidades negras  de los pozos. La imaginamos como bruja desgreñada de largos brazos y retorcidos dedos que arrastra hacia el interior  a los niños que se asoman al brocal.

O con el tío del sebo,  que refieren  que hace grasa con los niños para las ruedas de los carros.

En una finca cercana al pueblo hay una cueva donde cuentan que hace años vivía un hombre al que llamaban  “Poro”.  Con el paso  del tiempo la imagen huraña y esquiva que le confiere su aislamiento y desaliñado aspecto  acrecienta su leyenda como una especie de ogro. Cuando no obedecemos nos amenazan con que viene a buscarnos.

Así que nos quedamos en las puertas o en los rincones en  sombra de la calle. Como a esas horas  el pueblo se vuelve tinaja para nuestras voces, molestamos a los que descansan cerca. Los vecinos salen a decirnos que nos vayamos un poco más arriba o un poco más abajo. O a las puertas de nuestras casas, que estarán tan tranquilos.

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Algunas tardes, vencidas ya las horas de calor, salimos al campo a buscar grillos. Guiados por su canto caminamos sigilosos para no espantarlos. Próximos  al lugar de donde procede el grillar  cesa este y nosotros nos paramos hasta que empieza de nuevo. Así en un proceso de avances y paradas atentas damos con el lugar donde se esconden. Los cogemos con la mano y los metemos  en  grilleras, hechas de madera y alambres. Si no las tenemos las fabricamos de forma rudimentaria. Agujereamos  una lata y le tapamos la boca con un trapo. De alimento les echamos  hojas de lechuga.  Las colocamos  en las ventanas o en los balcones. De noche empieza el concierto, una prolongación del campo en nuestras calles.

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