Un paisano mío quiso declararle su amor a una bella señorita de la forma que mejor se le daba: tocando la armónica. Bastante entrada la noche se dirigió a la calle donde ella vivía e interpretó ‘Si Adelita quisiera ser mi esposa…’ Sonaba la música como una súplica rozando levemente los cristales de su habitación, donde se veía una luz tenue a través de los visillos. Me imagino la escena como aquella que describe Azorín: “Una flauta suena en la noche, suena grácil, ondulante, melancólica’ Como siempre hay quien vea y oiga, al día siguiente se propagó la noticia entre los vecinos por el desconocimiento de esa querencia y por la forma poco usual de declararla. Noche de luna y música suave. Lástima que Adela se fuera con otro y él no la siguiera ni por tierra ni por mar. La negativa a su pretensión hirió el orgullo del enamorado y con ese bagaje no hay buques de guerra ni trenes militares. Fue la primera vez que yo tuve conocimiento de las serenatas.
Por aquel tiempo también supe de un hombre del pueblo que tocaba el acordeón. Sorprendía cómo deslizaba sus manos por el teclado. El fuelle en sus cierres y aberturas parecía el ir y venir de las olas en el mar. La admiración se incrementaba por la ceguera del acordeonista. No sé si es por eso por lo que asocio el sonido de este instrumento con el desamor y la melancolía, con una quimérica cantina de puerto de mar donde los marineros ahogan sus penas con el alcohol en un ambiente de luces macilentas.
En algunas ocasiones este hombre formaba trío con un saxofonista y un batería para dar baile en las bodas y días de fiesta. El movimiento de sus ojos sin poder ver me producía tristeza y angustia. Los jóvenes de entonces lo contrataban para dar serenatas, ahítos de vino y faltos de afecto. Yo era un niño todavía que observaba ciertos comportamientos por primera vez.
Siendo ya adolescente, un grupo de amigos dimos una serenata. Sin ser la tuna y sin estar serenos. Después del baile acordamos dirigirnos a las casas donde moraban las mocitas que atraían a algunos de la pandilla.
Comenzamos con un desentonado “Sal al balcón” que desanimaría a la más complaciente de las damas por muy deseosa que estuviera de cortejo.
Al primer ruido de cerrojo salimos corriendo hacia la esquina más cercana para doblarla y perdernos en la oscuridad. Pasado un tiempo, volvimos a las cercanías de la casa y, por si la aludida no se había enterado bien de parte de quien iba el sucedáneo de serenata, uno gritó: ¡Esto va de parte de Fulanito! Y a correr otra vez, en esta ocasión sin esperar al cerrojazo. Estaba entonces en boga una canción que decía: “Cuando yo fui rondando tu balcón salió tu padre con un escobón”. Y por si acaso.