Me gusta el pueblo en su vivir diario. El trajín cotidiano, la estampa, el detalle, el gesto. Me gusta la luz resplandeciente en las solanas donde un hombre dormita tras el sombrero inclinado al tibio calor de la mañana. El vuelo de las cigüeñas bajo el intenso añil de primavera, las sábanas al sol de los corrales y también el borbolleo del puchero a la candela. La mirada curiosa y presentida detrás del blanco encaje en la ventana. Oír la una en la plaza silenciosa cuando no queda nadie por la calle y destaca en el cielo la franja del camino de Santiago. Me gusta el haz de sol dorado en la penumbra como rejón de polvo y luz. Y las gotas de rocío en la retama cuando
viene el día…
Esas estampas y otras han conformado la idiosincrasia y la imagen de nuestros pueblos a lo largo de los años. Los vendedores ambulantes, antes de regularse esta actividad y señalarle horario y lugar para su ejercicio, formaban parte de ella. El pueblo se convertía en un zoco donde estos anunciaban y vendían servicios y productos por sus calles. Las mujeres dejaban momentáneamente las faenas y salían a sus puertas con el delantal recogido hacia un lado para informarse de qué pregonaban.
El chiflo del afilador, con forma de arpa pequeña, anunciaba con silbos de escalas ascendentes y descendentes el afilado de cuchillos y tijeras. Los niños acudíamos a ver las chispas que saltaban del esmeril. Sobre una bicicleta montaba toda su industria. Los pedales y una correa transmitían el movimiento desde la rueda trasera, que quedaba elevada en el aire sobre un soporte abatible.
El hortelano con voz de noria profunda anunciaba los productos de la huerta recogidos la tarde anterior de la feraz vega al lado del pozo y de la higuera. A lomos de un borrico, en aguaderas y cestos de mimbre, traía aromas y colores con algo de perejil y hierbabuena.
De Huelva, de la mar cercana, llegaban subiendo por la carretera de la plata, a donde se acercaban los minoristas para surtirse, frescas sardinas, jureles, cazón, almejas, pescadillas, cuando nuestro país disponía del banco de pesca frente al Sáhara, antes que una marcha, más que verde, turbia de intereses nos lo quitara.
El carbonero vendía el oro negro y ecológico de las encinas que a golpes de soplillo se tornaba en brasa en las antiguas cocinas.
Una mujer, espantando a la pobreza, vestida de luto reciente, vendía olorosos hinojos en manojos, sentada en la esquina de la calle. Los recogía de gavias y cunetas y los lavaba en la fuente de la villa para resaltar el aroma y sabor de anís y regaliz de esta planta aromática
El panadero pasaba con el pan en los serones. Quien disponía de maquila los cambiaba por vales; quien no, a fiado o tocateja. Pocas normas sanitarias de manipulación. Con las mismas manos se manoseaba dinero, ronzal, burra y pan.
Así, entre otras muchas vivencias, transcurrió la infancia diaria de los que peinamos canas. Sensaciones que hoy, amable lector, quiero trasladar a esta página del periódico para compartir con ustedes su recuerdo y que sepan quienes no conocieron estas que no todo el monte fue siempre orégano.
2 respuestas a «Ser de pueblo»
Mucho más sencillo todo y más natural.
Ahora demasiadas retricciones ; vivimos de una forma que en muchas situaciones nos priva de libertad y calidad de vida.
Verdaderamente transportas a aqullos felices tiempos.Uno de mis recuerdos era el hombre de los garbanzos tostados.También cuando traían el pescado y el vocerío.Sigue,por favor,con esos cuadros de costumbres que son un acierto.
Mucho más sencillo todo y más natural.
Ahora demasiadas retricciones ; vivimos de una forma que en muchas situaciones nos priva de libertad y calidad de vida.
Verdaderamente transportas a aqullos felices tiempos.Uno de mis recuerdos era el hombre de los garbanzos tostados.También cuando traían el pescado y el vocerío.Sigue,por favor,con esos cuadros de costumbres que son un acierto.