Ser de pueblo

viejomontijojuansevilla

 

 

Me gusta el pueblo en su vivir diario. El trajín cotidiano, la estampa, el detalle, el gesto. Me gusta la luz resplandeciente en las solanas donde un hombre dormita tras el sombrero inclinado  al  tibio calor de la mañana. El vuelo de las  cigüeñas bajo el intenso añil de primavera, las sábanas al sol de los corrales y  también el borbolleo del puchero a la candela. La mirada  curiosa y presentida detrás del blanco encaje en la ventana. Oír la  una en la plaza silenciosa cuando no queda nadie por la calle y destaca en el cielo la franja del camino de Santiago. Me gusta el haz de sol dorado en la penumbra como rejón de polvo y luz. Y las gotas de rocío en la retama cuando
viene el día…
Esas estampas y otras  han conformado la idiosincrasia y la imagen de nuestros pueblos a lo largo de los años. Los  vendedores ambulantes, antes de regularse esta actividad y señalarle horario y lugar para su ejercicio, formaban parte de ella. El pueblo se convertía en  un zoco donde estos  anunciaban y vendían servicios y productos por sus calles. Las mujeres dejaban momentáneamente las faenas y salían a sus puertas  con el delantal recogido hacia un lado para  informarse de qué pregonaban.
 El chiflo del afilador, con  forma de arpa pequeña, anunciaba con silbos de escalas ascendentes y descendentes el afilado de cuchillos y tijeras. Los niños acudíamos  a ver las chispas que saltaban del esmeril. Sobre una bicicleta  montaba  toda su industria. Los pedales y una correa  transmitían el movimiento desde la rueda trasera, que quedaba  elevada en el aire sobre  un soporte abatible.
El  hortelano con voz de noria profunda anunciaba  los productos de la huerta recogidos la tarde anterior de la feraz vega al lado del pozo y de la higuera. A lomos de un borrico, en aguaderas y cestos de mimbre, traía aromas y colores con algo de perejil y hierbabuena.
 De Huelva, de la mar cercana, llegaban subiendo por la carretera de la plata, a donde se acercaban los minoristas para surtirse,  frescas sardinas, jureles, cazón, almejas, pescadillas, cuando nuestro país disponía del banco de pesca  frente al Sáhara, antes que una marcha, más que verde, turbia de  intereses nos lo quitara.
El carbonero vendía  el oro negro y ecológico de las encinas que a golpes de soplillo se  tornaba  en  brasa en las antiguas cocinas.
Una mujer, espantando a la pobreza, vestida de luto reciente, vendía  olorosos hinojos en manojos, sentada en la esquina de la calle. Los recogía  de gavias y cunetas y los lavaba en la fuente de la villa para resaltar el aroma y sabor  de anís y regaliz de esta planta aromática
El panadero pasaba con el pan en los serones. Quien disponía de maquila los cambiaba por vales; quien no, a fiado o tocateja. Pocas normas sanitarias de manipulación. Con las mismas manos se manoseaba dinero, ronzal,  burra y pan.
Así, entre otras muchas vivencias, transcurrió la infancia diaria  de los que peinamos canas. Sensaciones que hoy, amable lector, quiero trasladar a esta página del periódico  para compartir con ustedes su recuerdo y que sepan quienes no  conocieron estas  que no todo el monte fue siempre orégano.

2 respuestas a «Ser de pueblo»

  1. Mucho más sencillo todo y más natural.
    Ahora demasiadas retricciones ; vivimos de una forma que en muchas situaciones nos priva de libertad y calidad de vida.

    1. Verdaderamente transportas a aqullos felices tiempos.Uno de mis recuerdos era el hombre de los garbanzos tostados.También cuando traían el pescado y el vocerío.Sigue,por favor,con esos cuadros de costumbres que son un acierto.

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