Los cangilones de los meses suben y bajan más rápidos cuando los has visto girar muchas veces. Nuestro reloj interior apresura su marcha con los años.
Pasa el cangilón con la fecha de nuestro nacimiento y nos parece que no hace tanto tiempo lo tuvimos otra vez frente a nosotros.
Hay otras norias que suben y bajan. Las de ferias. Las que nos producían cosquillas en la barriga y vértigos en las alturas. Hoy ambas me traen recuerdos y reproducen sensaciones pasadas que vuelven por estas fechas de finales de verano desde el fondo de la memoria.
Sobre el topetón de la chimenea, cerca del almirez, había unos membrillos en tazones de porcelana. Desprendían aromas campestres que se extendían por toda la casa. El olor intenso del tomillo escapaba por la celosía de la alacena y ascendía hasta las uvas en racimos y los melones colgados de los maderos con redes de torvisca. La abuela, a la sombra del parrón, cosía, dejando escapar de vez en cuando algún suspiro. A su lado dormía la gata con jirones de sol sobre su pelo. La voz lejana de un vendedor pregonaba por la calle acelgas, fruta fresca y perejil. La vida se tejía sin prisas, con punto de cruz y bordados de seda de colores sobre redondos bastidores.
Septiembre es un cruce de caminos. De calor que se va y frescor que llega, de fuentes secas y fuertes tormentas. El choque de dos estaciones sin trenes, que produce el verdor de las primeras hierbas en un contraste de ternura y fuerza bruta.
Trae de la mano la cartera con pizarra, pizarrín y enciclopedia, y unos niños que pasan con la cara de sueño interrumpido camino de la escuela.
En las calles de tierra y en los prados que empezaban a verdear jugábamos con ‘repiones’, clavos y billardas. Saltábamos al barranco y a la comba y deslizábamos el tejo jugando a la rayuela.
En las bodegas, unos hombres agarrados a unas sogas sujetas en el techo, pisaban la uva para el mosto primero.
Tiempo de vírgenes y cristos. Antes de que despunte el alba, salen desde la ermita del Ara los fuentelarqueños con su patrona a hombros hasta la iglesia del pueblo. Por pronunciadas pendientes, la Jayona a sus espaldas, San Benito y el Conjuro, al frente, la llevan los romeros después de pasar la noche en vela. Una parada en el puerto mientras el sol se levanta del fondo de la Campiña entre encinas y olivares. En la cruz de Guardado el resto de los vecinos y visitantes aguardan con emoción contenida. Al llegar el cortejo a la explanada los músicos tocan marchas y los cohetes estallan en los albores del cielo. En la iglesia las campanas repican jubilosamente… Como la razón no alcanza a explicar lo inexplicable, todo este ambiente me conmueve y emociona y soy un romero más que a la virgen acompaña.