Septiembre, en su travesía del equinoccio, solía ofrecernos tormentas y las primeras lluvias otoñales. Pero han debido de quitar las turbulencias y pintar la zona de azul cielo y gris Sahara.
Hay gargantas secas de ríos y bocas abiertas de pantanos clamando al cielo. Pero hace el mismo caso de las rogativas que el que oye llover.
Quién pudiera oír el ruido blanco de la lluvia, ese rumoroso libar de abejas, y recibir el balsámico olor que desprende la tierra mojada.
Otros septiembres lejanos dejaron su poso de nostalgia. Los últimos, por la subjetiva apreciación del paso del tiempo, han llegado demasiado rápido y se han ido por las huellas endurecidas y poco permeables de lo repetido sin tomar asiento. Son de antes los recuerdos, de cuando cada día descubríamos algo nuevo para guardar en el libro virgen de las sensaciones.
Final de verano y algún amor platónico con pantalones cortos y piernas aún sin vello. El corazón se adelantaba a las manifestaciones corporales y andaba ya de ronda soñando besos a la luz de la luna.
Escuela, goma de borrar y lapicero. Luz dorada en los resaltos y en la ‘picocha’ de la torre. Primeras rociadas y brumas en las riberas del arroyo. Juegos en la Plazuela: aros, corros, tejos y billardas. Olores de bodega y pesadez de moscas golosas hasta que morían saciadas con el azúcar de los mostos.
Tiene septiembre fama de extremado en sus manifestaciones. Lunático adolescente de abruptas correntías y sequedades. Trae de escoltas a vírgenes y cristos. Guadalupe y Ara, en nuestras raíces, las más cercanas.
San Miguel y San Mateo, con tratos de ganado y acomodos para el año en las grandes casas de labranza.
Las fiestas que calan en el pueblo son las que derivan de costumbres ancestrales, las que enraízan en la memoria colectiva y se transmiten de generación en generación con un poso emotivo. Recurren a lo divino y milagroso, como asidero de esperanzas ante las adversidades. Las que unen presente y pasado con el cordón umbilical de pertenencia a la misma tribu. Aunque hay un nutriente nuevo que las hace populares sin la pátina del tiempo. Ofrecer cazuela y odre para todos.
Las fiestas estrictamente oficiales, calan menos en la gente. Emiten destellos en la cúspide con banderas en los edificios públicos. En tiempos de la dictadura había celebraciones en la Granja de San Ildefonso. Allí se reunían ellos y ellos. La mayoría se enteraba por el NODO y por ‘el parte’. Han cambiado tiempos y regímenes.
Ahora se mira el calendario y, si cuadran puentes, los ciudadanos los cruzan buscando unos días de asueto.
Los oficiantes volverán a poner sobre el tapete nuestras imperecederas reivindicaciones. Ojalá las promesas enardecidas de los atriles no se mustien apenas les dé el aire y, doblado el tallo de su esbeltez oratoria, caigan al suelo, como las rosas tardías con los aires solanos.