Seminario, séptima parte.

Los exámenes de final de curso eran orales, ante un tribunal que casi siempre estaba  formado por el profesor que había impartido la materia y otro.  Nos examinamos con sotana y beca. En tercer curso tuve de profesor de latín a D. Pedro Caballero. Mis notas durante el curso presagiaban un suspenso cierto. Ante el tribunal formado en esta ocasión por él y D. José Díez tuve una actuación que sorprendió a ambos. Traduciendo a César me preguntaban  y respondía adecuadamente a todo. Una de las preguntas fue la del doble acusativo que llevan algunos verbos en latín. Entre ellos cuchicheaban y le oí decir a D. Pedro Caballero: “No lo podemos suspender”. “¡Cómo lo vamos a suspender”!, respondió el otro. Así que por ese año aprobé el latín.

D. Pedro Caballero era una persona pequeña de estatura pero, por llamarlo de forma susave, de carácter fuerte. Durante el mes de mayo ponía en práctica lo que se conocía como la silla “silla eléctrica”, que consistía en sacar al estrado al que le preguntaba y sentarlo a su lado. Cada vez que  el alumno erraba una de las preguntas le daba un pellizco en la parte interior del brazo.

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D. Antonio Zambrano fue nuestro profesor de matemáticas en tercero y cuarto. Era un cura poco devoto, muy inteligente y con buenos golpes. Muy despistado. Un día acudió alguien en su busca porque se había traído la llave de casa y había dejado a su madre fuera. En una ocasión estaba explicando en el encerado de espaldas a nosotros, que estábamos sentados en sillas a su alrededor. Tenía  los brazos cruzados por detrás y una tiza entre los dedos, A mí no se me ocurrió otra cosa que darle suavemente  con el dedo en la tiza. Él cuando sintió que aquello se movía dio una media vuelta de vértigo dando un salto  con cara desencajada y me dio unas cuantas tortas, más por el susto que se había llevado que por saña en la corrección de mi inadecuada conducta . ¡A quién se le ocurre!

Con don Manuel García Hierro, conocido como el padre filmina porque dirigía sus charlas espirituales con ayuda de estas,  me sucedió lo siguiente. Impartía religión, creo que en tercer curso. En un examen trimestral por escrito contesté a una de las preguntas exactamente igual que venía en el libro, sin saltarme ni una palabra. Esto le hizo suponer que había copiado. Al día siguiente de clase  me volvió a hacer la misma pregunta oralmente y por cada palabra que fallara u omitiera me descontaba un punto. Sólo fallé cinco y, por tanto me puso un cinco como calificación. Me espetó: “Tienes la astucia del ratón”, pensando, que me había preparado en prevención de que hiciera lo que  me hizo. Pues bien, D. Manuel, si algún día lees estas líneas, no copié ni me preparé para la segunda oportunidad. Sólo había estudiado bien, aunque lo hacía raras veces. ¡Desconfiado!

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