(Fotografías cogidas de “Fuimos alumnos del Seminario”. No sé quiénes son los autores. Muchas gracias, de todas formas).
Las labores de cocina corrían a cargo de religiosas seglares. La señorita Javiera coordinaba estas tareas. Una persona excelente y servicial, abnegada y trabajadora sin descanso. Sólo en dos o tres ocasiones al año la veíamos, pues ellas residían en una zona por la que nosotros no necesitábamos pasar. El día de su onomástica, S. Francisco Javier, era uno de esos días. Entraba al comedor, reclamada por el prefecto encargado, y recibía el aplauso y reconocimiento de todos .
El comedor del Seminario Menor era amplio, con grandes ventanales. Cuando nosotros llegábamos a comer ya estaban los platos y los cubiertos colocados por quienes trabajaban en la cocina, pero la comida se servía a través de dos tornos que comunicaban el comedor con la cocina.
Las mesas eran atendidas por los fámulos, que eran nombrados semanalmente. En el comedor había seis mesas, tres grandes y tres chicas. Las grandes, servidas por tres fámulos y las pequeñas por dos. La misión de éstos era poner las fuentes con la comida en la mesa y retirar la vajilla una vez finalizado el servicio.
El tornero era el encargado de comunicarse oralmente a través del torno con las señoritas que estaban en la cocina: él pedía lo que hacía falta y organizaba a los fámulos en sus servicios. Había dos tornos, por uno se enviaba la comida y por el otro se devolvían los cubiertos y vajilla usados.
Los fámulos comían después que se habían ido los demás compañeros. Trataban muy bien las religiosas a estos servidores y en cuestión de comidas la esplendidez era extraordinaria.
Una noche, siendo yo fámulo de cuarto curso, estábamos formando un enorme jaleo en las horas de silencio mayor, aunque se nos permitía hablar bajo por razones del servicio. Yo iba haciendo el tonto con un plato de tortilla de patatas y paseando de un lado a otro del comedor dando voces. Cuando más intenso era el ruido se asomó D. José Díez por una ventana que daba a la zona donde estaban los tornos. Yo no me di cuenta de su presencia hasta que los demás se fueron quedando mudos. El domingo siguiente fuimos castigados durante las horas de televisión a hacer unas traducciones de latín.
No se comía mal en el Seminario. Una comida frecuente eran “las blancas”, que no eran otra cosa que las judías o frejoles. Solían servirse en la cena. Con su flatulencia característica todas las ventosidades sonoras de la noche eran atribuidas a sus efectos.
Las comidas se hacían en silencio, salvo si el prefecto encargado de la vigilancia decía : “Benedicamus Domino” El comedor a coro contestaba: “Deo gratias”, lo que significaba el permiso para hablar. Si las voces de la conversación se elevaban demasiado se cortaba el permiso y silencio de nuevo.
Cuando no se concedía, para pedir la jarra de agua o la cesta del pan había que hacerlo por señas. El agua se pedía dándole en el brazo al vecino y uniendo y despegando los dedos con la mano hacia arriba, como haciendo el huevo. Para el pan se daban dos golpecitos con la mano abierta en la mesa cerca del que estaba al lado para que nos lo pasara. Así hasta que llegaba el aviso al que estaba cerca de la fuente, el pan o el agua.
José Mª Cerqueira, buen amigo y excelente persona, natural de Reina, tenía por costumbre, cuando no se daba cuenta el vecino la primera vez que se lo pedía, de dar un segundo o tercer manotazo en la mesa que sonaba en todo el recinto. Como era muy considerado por los Superiores no solían decirle nada. Gran comilón, solía ser el último en terminar.
La señorita Javiera, a la izquierda
En la cena era menos frecuente que se diera el ”Benedicamus Domino” y el tiempo de la comida era acompañado por la voz de un lector. También en el desayuno se leía la “Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis. Durante los ejercicios espirituales y los Retiros el silencio era absoluto. Sólo la voz del lector que se subía en un púlpito colocado en medio del comedor se unía al ruido de los cubiertos.
D. José Díez, forofo sevillista y prefecto de los Retóricos, se paseaba por los pasillos del refectorio con el auricular del transistor en la oreja. Fijándonos en su cara sabíamos cuando marcaban gol y cómo iba el partido.
Después de la cena comenzaba el silencio mayor. Silencio riguroso. Subíamos a rezar las últimas preces a la capilla y cuando se acababan, el que así lo deseaba, permanecía más tiempo allí. Otros aprovechaban para confesar y los más disipados, como yo, cuando se terminaban los rezos obligatorios nos retirábamos a nuestras camarillas. Para no ser siempre el primero esperaba a que saliese alguien antes y enseguida salía yo haciendo la correspondiente genuflexión en el centro de la capilla. Estaba prohibido estudiar ni leer una vez que se apagaban las luces. (Algunos en tiempos de exámenes usaron velas). Las últimas consideraciones a través de los altavoces, con fondo de música gregoriana, corrían, generalmente, a cargo de los padres espirituales, D. Manuel García Hierro o D. Joaquín Obando. Este último comenzaba siempre estas últimas reflexiones con la frase…”bajo el manto de las estrellas”. A mí estas palabras me transportaban al cielo de mi pueblo, al canto de los grillos y las ranas de sus arroyos…Dios tampoco debía de andar muy lejos de allí.