Seminario, primera parte.

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El 25 de enero de 1963  me fui al Seminario.  Este curso el ingreso de los nuevos seminaristas se retrasó  de octubre hasta esta fecha por causa de unas obras que se estaban realizando en algunas dependencias. Tenía yo  once años.

El verano anterior se celebró lo que se conocía con el nombre de cursillo, una estancia de quince días en la que  los aspirantes a ingresar convivíamos bajo la atenta mirada de los curas que observaban las cualidades, actitudes y aptitudes de los que queríamos iniciar los estudios para ser sacerdotes para hacer la oportuna selección. Aún me pregunto qué vieron en mí.

En el pueblo D. José el cura nos había estado instruyendo en catecismo. En la escuela aprendimos lo propio de estas edades. Aparte, yo asistía a las clases particulares que impartía D. Rafael Carrasco en su casa, primero en la calle del Cristo y posteriormente en la de Menéndez Pelayo, esquina con Albardilla.

La verdad que estos quince días de cursillo fueron agradables. Del pueblo fuimos Francisco Gimón, José Marín (Vicaría) y yo. Nos llevó Serafín el taxista y nos acompañó D. José, de gala,  con su sombrero negro de teja y su manteo. Estaba entonces la carretera de acceso a Badajoz en sus tramos finales flanqueada por árboles que se unían por arriba, formando una especie de arco que daba  una espesa y agradable sombra sobre el asfalto.

D. José tenía que hacer unas compras por  Badajoz  y recorrimos algunas calles del centro.  Fue la primera vez que entré en la librería La Alianza.

En el Seminario conocimos  a  muchos compañeros de otros pueblos. Uno de ellos, con el que hicimos buenas migas,  era un sobrino del Arzobispo de Pamplona, D. Enrique Gómez, natural de Valverde de Llerena.

Transcurrieron estos días con algunas clases y muchas actividades deportivas, entre ellas fútbol y baños en la alberca con paredes de piedra que estaba en el campo de recreo de lo que era entonces el Seminario Mayor. Fuimos a bañarnos algunas tardes al río Guadiana, entre los dos puentes. Una vez al menos  nos llevaron a Gévora. Allí pasamos el día de asueto, en la ribera del río. Yo aprendí a nadar en esa referida alberca, ayudado e instruido  por los demás compañeros y  por D. Manuel García Hierro, pero cuando fuimos al río tenía tanto miedo y tantos nervios que no me sirvieron mucho las instrucciones recibidas y me parecía que  iba a hundirme en cualquier momento.

A pesar de que fue poco el  tiempo que permanecimos en el Seminario durante este cursillo la murria nos invadió a Francisco Gimón y a mí. Hubo días que escribíamos hasta tres cartas a casa y nos pasábamos todo el día hablando de las cosas del pueblo. Catalina, la sobrina del cura, se reía de nosotros cuando regresamos. La verdad es que no daba tiempo a que llegara una carta cuando ya estábamos escribiendo otra.

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En la hora de la siesta se formaban a veces grandes alborotos. Yo dormía en el dormitorio que llamábamos  largo. En uno más pequeño que se comunicaba con él lo hacían los mayores, entre ellos José Vicaría al que me encontré  un día castigado de rodillas porque habían empezado a tirarse unos a otros trozos de pan y tenían formada la marimorena.

El día que nos fuimos a este cursillo, que se realizó durante el mes de julio, se me olvidó despedirme  de mis padres. Cuando regresé mi padre me afeó la conducta y me dijo que si en ese intervalo de tiempo les hubiese pasado a ellos algo,  me hubiese quedado el remordimiento para toda la vida. Verdad incuestionable que uno  calibra en su verdadera dimensión  cuando tiene hijos. Tal actitud sólo es justificable por la inmadurez emocional de esas edades.

Al  final de verano recibimos, por conducto de D. José Flores, el párroco de Ahillones, la noticia de que habíamos aprobado Francisco Gimón y yo para iniciar el próximo curso los estudios en el Seminario. Nos alegramos, pero también nos llenó de zozobra el miedo a lo desconocido

2 respuestas a «Seminario, primera parte.»

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