Fotografía de Juan Sevilla https://www.flickr.com/photos/juaninda/
Los veía regresar del campo cuando pasaban por la Plazuela en los anochecidos de otoño. Venían montados a mujeriega sobre las mulas, que andaban cabeceando con paso lento y cansado. Volvían a casa después de haber estado de sol a sol realizando las labores de la siembra. En otro animal traían atados los aperos de labranza, el yugo y el arado. Sobre sus hombros, capotes negros de hule impermeabilizados con alquitrán para resguardarse de la lluvia. A las bestias para protegerlas del frío las enmantaban, cubriéndoles lomo y grupa. Los charcos y los regajillos que formaba la lluvia reflejaban las tenues luces de la calle. Los animales después de un día de duro trabajo buscaban el calor tibio de las cuadras y los labriegos el descanso y la comida caliente del día.
Se sembraba entonces a mano. La simiente al hombro en un saco doblado que caía por delante y por detrás, cosido por la boca y por la base en uno de sus extremos. Se le llamaba collera, como al collar de cuero o lona que se les ponía a las caballerías para que no les hiciera daño el horcate.
Fotos de Puerto Seguro, en la comarca del Campo de Argañán, pertenece al partido judicial de Ciudad Rodrigo, en la frontera con Portugal.
La reja del arado volteaba la tierra y de los surcos recién abiertos emanaba por la mañana temprano un vaho tibio, producto del calor acumulado durante el verano y de las primeras lluvias otoñales. Los pájaros revoloteaban detrás buscando lombrices desenterradas.
Había leído yo el poema de Juan Ramón Jiménez, “Octubre”: “Lento, el arado, paralelamente/abría el haza oscura, y la sencilla/ mano abierta dejaba la semilla/en su entraña partida honradamente”. El poeta expresa el deseo de hacer de su corazón simiente contemplando las tareas de sementera “echado en la tierra, enfrente del infinito campo de Castilla”. La realidad era menos poética. El labrador inclinaba su cuerpo sobre la mancera para que la reja y el escoplo profundizaran en la tierra lo que su fuerza alcanzara y al mismo tiempo guiaba y arreaba a la caballería. Había que abrir las besanas y trazar con la maestría que da el oficio y la experiencia los surcos derechos. Al tiro, una yunta de mulas, el que las tenía, porque en eso había clases, según haciendas. De varias reatas de las casas de abolengo al asno solitario en las más humildes. Si eran dos los trabajadores, uno araba y el otro iba detrás sembrando. Si era uno sólo el trabajador paraba tras arar cada amelga y después esparcía el grano a voleo. Decían entonces que “quién no sembró por san Andrés, agua con él”. Los temporales de otoño atollaban a las bestias y anegaban los terrenos labrantíos. Había que espabilar, pues la sementera con aquellos arreos duraba bastante más que ahora. Por primavera se habían preparado los barbechos para que a la hora de la siembra no estuvieran apelmazados y demasiado duros: “Mayo llegó y aró quien aró”.
Si Juan Ramón Jiménez quiso echar su corazón a los surcos para ver si “la primavera le mostraba al mundo el árbol puro del amor eterno” hubo quienes abonaron con su sudor esos surcos en unos tiempos de mucho trabajo y poco pan para que las generaciones venideras tuviéramos una vida mejor. Sirvan estas líneas como reconocimiento agradecido a su memoria y a su esfuerzo.