En Semana Santa la abstinencia y el silencio visitaban las casas con dieta de potaje y bacalao. Procesiones, oficios vespertinos y sermones centraban y condicionaban toda la actividad del pueblo. Sólo la Bula de la Santa Cruzada, que estuvo vigente hasta 1966, permitía a los que la adquirían eludir la vigilia todos los viernes del año y el ayuno todos los días de cuaresma. El precio iba de los cincuenta céntimos hasta las diez pesetas y la voluntad, según disponibilidad económica. Con su compra, la vigilia se limitaba a los viernes de cuaresma, el ayuno al Miércoles de Ceniza y el ayuno y la abstinencia al Viernes Santo.
Las emisoras de radio cambiaban sus programas habituales y emitían música clásica.
Si por descuido canturreabas o silbabas una canción, cualquiera te avisaba de que eso no debía hacerse porque había muerto el Señor.
El cura confeccionaba un programa de mano. En él se fijaba el horario de las distintas celebraciones, así como el día y la hora de vela que correspondía a cada calle. Muchas personas trabajaban y vivían en los cortijos y, como los medios de locomoción eran escasos e incómodos, sólo acudían al pueblo en fechas muy señaladas, como estas de Semana Santa. Así que en el programa se reservaba el sábado para que pudieran confesar y comulgar “los que vienen de los cortijos”.
La mujeres con velo y los hombres trajeados llenaban la iglesia.
Olía a cera, a incienso, a lirios y azucenas que adornaban el altar mayor.
Apagaban la luz los bares cuando pasaban las procesiones por sus puertas y los escasos clientes observaban sin ser vistos. Filas separadas de hombres y mujeres acompañaban a las imágenes entonando canciones como “Perdona a tu pueblo, Señor” o caminaban en silencio la noche del viernes a la luz de las velas y de la primera luna llena de la primavera.
Los bares sí se llenaban entre actos. De hombres, mujeres pocas. De música nada y de yantar poco. El viernes a palo seco o una frugal colación, que cada cual interpretaba a su manera.
Las campanas descansaban y cedían turno a la matraca para convocar a los fieles a los actos litúrgicos. Producía un sonido estruendoso y monocorde, como si un rayo de aldabas y madera cayera rompiendo el aire en pedazos.
Los bailes agarrarrados, cuyas licencias más atrevidas eran cogerse las manos o abarcar precavido medio talle, con desahogado espacio fronterizo entre los cuerpos, desaparecían en estas fechas para evitar las tentaciones a las que uno de lo enemigos del alma podía inducirnos. Tardé tiempo en descubrir que la carne no se refería al borrego o al cerdo, vedados por la vigilia, sino a la atracción natural por el sexo contrario a la que, por lo visto y oído, había que elevar hacia no sé qué idealismo platónico.
Paseábamos los jóvenes por las calles aledañas a la iglesia entre procesión y procesión. Cruzábamos miradas cómplices y risas que terminaban emparejando ilusiones cuando empezábamos a sentir la savia en nuestros cuerpos adolescentes.