Sanidad de cabecera.

medico

Publicado ayer viernes en el periódico HOY, sección Raíces.

No eran los tiempos   que describe Felipe Trigo en su obra  “El médico rural” en que relata  el viaje épico de   un mozo  en mula  al pueblo más cercano en medio de una gran tormenta nocturna para buscar suero contra la difteria.  Pero tampoco se contaba a principios de los años sesenta con los medios  técnicos, humanos y organizativos de los que disponemos actualmente.

El médico de mi pueblo  pasaba consulta oficial a primera hora de la mañana en un edificio de propiedad municipal anejo al del   ayuntamiento. Posteriormente visitaba a los enfermos en sus casas   y de dos a tres pasaba de nuevo consulta en su domicilio para los igualados. El edificio público   tenía  en su fachada una placa  con letras blancas sobre  fondo azul con la inscripción: “Dispensario Antipalúdico”,  vestigio  de  aquellas fiebres  que se manifestaban  cada tres o cuatro días y que con toda lógica llamaban tercianas  o cuartanas. Madoz en su obra enciclopédica las  cita como endémicas de esta zona.

Era habitual  en la sanidad el sistema de  igualas.  Como el derecho a la asistencia sanitaria no era universal,  los pacientes, mediante  el abono periódico  de una cantidad,  se aseguraban la  atención y los galenos  complementaban su sueldo.

El médico visitaba diariamente a los enfermos que guardaban cama. En un primer reconocimiento preguntaba por los síntomas, auscultaba con el fonendoscopio, tomaba el pulso y palpaba los ganglios del cuello. Prescribía el tratamiento y régimen  de comidas. En días posteriores comprobaba la evolución del paciente  y  era informado de las posibles incidencias ocurridas desde  su anterior visita.

Para casos que  no estaban en sus manos y ciencia  informaba del especialista al que, según su entender, debía ser enviado el enfermo.

Cuando surgía alguna urgencia   a cualquier hora del día o de la noche  se  le  localizaba   donde estuviera. Veinticuatro horas de servicio permanente.

La confianza  y la cercanía suplían la falta de  medios. El médico de cabecera era  el único asidero  al que recurrir cuando  la  urgencia intempestiva de la enfermedad se presentaba, sobre todo de madrugada.

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Temíamos al practicante  más que a una vara verde. Entonces  se recetaban inyecciones con más frecuencia y  las familias no se sentían totalmente satisfechas del tratamiento si no era así.    En un estuche metálico  llevaba la jeringa y las agujas.   Las hervía con agua  en  la parte más grande de la caja y en la tapa ponía el alcohol como combustible, que aportaba la familia, así como el algodón. Extraía el disolvente de la ampolla de cristal previamente cortada, lo introducía   por el tapón de goma donde se mezclaba con el medicamento en polvo. Llenaba la jeringa y   apretaba el émbolo hasta que salían unas gotas por la aguja. Era el momento en que el pánico daba rienda suelta a sus manifestaciones. Entre todos trataban de  convencernos de que esta vez no dolía. El practicante con oficio y paciencia  ponía de su parte para desviar la atención del pinchazo dando un golpe con el envés de la mano en la nalga endurecida por la tensión.

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