En los pueblos pequeños la relación entre vecinos se lubrica con cumplimientos y saludos. Las visitas al anochecer para felicitar por algún acontecimiento venturoso o para renovar condolencias por adversidades son frecuentes entre familias que intercambian este tipo de observancias. “Les debemos o nos deben visita”, o “con esa gente no tenemos visita” son expresiones pertinentes a ese uso social.
De salutaciones hay tantos tonos, tantos modos, dejos y tan variadas fórmulas que de ellos pueden deducirse estados de ánimo, tiranteces o intensidades de relación. Así, un adiós puede convertirse en rosa o dardo, dependiendo del tono displicente o afectivo.
El tiempo es tema recurrente para romper el hielo del encuentro. Son habituales las muletillas, un grado más de confianza que el pelado y solo adiós: “¿Ya vas?” “¿Ahora vienes?” “Vamos allá”… Ascendiendo en la escala de cordialidad se pregunta por el padre, la madre, los hijos o hermanos y, por supuesto, si ha habido quebranto en la salud de algún miembro familiar se interesan por su estado.
Al llegar a donde está un grupo se dan los días o un “¿Qué hacéis?”, por ejemplo. Algo para no ser tachado de huraño.
Los mayores utilizan saludos con el nombre de Dios omnipresente. Se desea que lo lleven consigo, que lo traigan con ellos o que se esté en su compañía: “Dios guarde”. “Quedad con Dios”. “Venid con Dios”. “A la paz de Dios…”
Por eso me sorprendía en mis primeros años de residencia en la ciudad que algunos urbanitas, vecinos del mismo bloque, se cruzaran en las escaleras y apenas emitieran casi imperceptibles saludos, si tenían a bien contestar al que habían recibido. En los pueblos pequeños, si se está a buenas, nadie se cruza sin intercambiar palabras, costumbre que decrece en proporción inversa al número de habitantes y directa al grosor de la coraza en la que nos encerramos. A mí personalmente me molesta llegar a un sitio público, dar los días y que no me conteste nadie.
Cuentan por aquí una anécdota que sin duda hubo de ser cierta. Una persona estaba enfadada con otra y por consiguiente no se dirigían la palabra ni se saludaban. En una ocasión uno de ellos estaba en el bar tomando unas copas con amigos. Se acercó el otro a la reunión y para delimitar bien sus fobias y filias dijo: “Buenas noches a todos, menos a uno”.
El saludo galante, tocando el ala del sombrero con leve ademán de descubrirse, es pariente apocado de la acción de destocarse en ciertos momentos y ocasiones. Me producía de niño una profunda impresión cuando los hombres del campo se quitaban la prenda que les cubría la cabeza: boina, mascota, gorra visera o sombrero al entrar en casa extraña, al paso de un entierro o del cortejo que llevaba el viático a los enfermos. Aquellas blancas cabezas, protegidas del sol en los trabajos y expuestas públicamente en su total desnudez, representaban para mis ojos de niño el símbolo más íntimo de respeto, reverencia y sumisión.