Retratos

Algunas noches de invierno sacábamos la caja de los retratos para verlas sentados al brasero. Las familias las guardaban en cajas metálicas de dulce de membrillo, en las de tortas imperiales o en una de cartón de galletas o zapatos. Una a una las íbamos comentando. Como éramos aún pequeños desconocíamos la identidad de muchas personas que aparecían en ellas y preguntábamos a los mayores. Allí estaba el abuelo con barba y reloj de cadena en el bolsillo del chaleco, la abuela con moño y delantal, un niño subido en un caballo de juguete, nuestros padres el día de su boda, con sus amigos en un día de fiesta…  El tiempo detenido para siempre entre los bordes dentados del retrato. Cada una de las imágenes despertaba nuestra fantasía sobre ese momento que había quedado reflejado en la instantánea.
Sus vestidos, sus posturas. La calle o el campo donde se las hicieron cobraban vida y conjeturábamos cómo serían entonces sus   costumbres y sus diversiones.   Mirar en la caja de los retratos era como meterse en el túnel del tiempo, como frotar la lámpara de Aladino o escuchar la música que salía de uno de aquellos juguetes al abrirlo. Un paseo en una alfombra mágica sobre el tiempo ya pasado.
El oficio de retratista consistía en capturar el tiempo y hacerlo interminable sobre cartulinas blancas.  Los fotógrafos antiguos llevaban consigo el equipo, que sacaron de los estudios para buscar clientes fuera.
El bagaje era el indispensable para el cometido. Los más antiguos utilizaban cámaras de madera. El chasis, que era un bastidor donde se colocaban las placas fotográficas, dos bandejas, una para el revelador y otra para el fijador y un cubo pequeño con agua colgado del trípode para aclarar las copias. Primero hacían el negativo en papel y cuando lo revelaban lo colocaban sobre una regleta enfrente de la cámara para hacer el positivo. Controlaban el proceso asomándose por un orificio y metían la mano dentro a través de un trapo negro. Algo de magia y de encanto tenía este oficio. En el exterior de la máquina, a ambos lados, colocaban a modo de escaparate fotografías ya realizadas para que sirvieran de reclamo. Los llamaban fotógrafos ambulantes o minuteros por el poco tiempo que tardaban en realizar las fotografías. La gente esperaba por los alrededores hasta que, limpias, secas y recortadas, se las entregaban.
En la feria se ponían frente a la fachada del ayuntamiento donde colocaban un tapiz de fondo con grabados de exóticos lugares. Llegaban los padres con sus hijos para los que había un caballo de cartón, grupos de amigos y novios de acaramelada expresión para hacerse las fotografías.
En el parque de san Francisco de Badajoz conocí a los últimos profesionales de esta modalidad. Acudía la gente para hacerse las fotos del carnet de identidad o para inmortalizar una tarde de paseo.
En años posteriores, desechadas ya las máquinas de cajón, iban con la cámara colgada del cuello y paseaban los días de fiesta por los lugares concurridos. Quienes requerían sus servicios acomodaban compostura siguiendo sus instrucciones. Realizado el acto, anotaba sus nombres para llevárselas a sus casas en los días siguientes.
Las viejos y entrañables retratos siguen en su caja. Cada vez que la abrimos revivimos el pasado y llenamos de añoranza el presente.

2 respuestas a «Retratos»

  1. Juan Francico,siempre tienes la virtud de trasladarme a esos tiempos y lugares de mi infancia.El único dolor que tengo es que no tengo apenas tres fotos de entonces.Hasta había pensado e pedirte alguna.Tntas fotos como se hicieron,y nos hicieron en nuestro salón!

    1. En aquellos tiempos no existía la posibilidad de hacer tantas fotos como ahora por eso tienen tanto valor las que conservamos. Con ellas se ilumina la pantalla de nuestra vida pasada y contemplamos trozos de películas evocadoras.

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