Los partidos políticos extienden sus tentáculos por todos los niveles administrativos, institucionales y de servicios del Estado.
Cada vez que hay un cambio de poder se producen en muchos puestos de trabajo el cese de los que pierden y su sustitución por los afiliados y adictos de los vencedores.
Hay, además, como en los movimientos sísmicos, réplicas y contrarréplicas que afectan a los niveles inferiores de los organismos, derivadas del cambio en las cabezas de los organigramas. De un día para otro te encuentras a quien ayer era un soldado raso con cartera de cuero y galones de mando.
¿Los méritos de los recién llegados? Los mismos que tuvieron los que salen. Por encima de otros cualesquiera, su afiliación o afección al partido de turno. En esta especie de interregno se producen el desconcierto y la ralentización en el ritmo de trabajo debidos a la falta de experiencia de los que llegan y al lógico proceso adaptativo.
La profesionalización de la Administración debería acabar con esta práctica cada vez que hay un vuelco electoral. Estos puestos sometidos a mudanzas cíclicas deben ser ocupados teniendo en cuenta los principios de igualdad, mérito y capacidad. Esto supondría debilitar una de las características no deseadas de estas formaciones políticas, que es el clientelismo y eso quizás sea pedir demasiado.