El primer año de carrera, allá por septiembre del 69, me hospedé en la Residencia Fátima. Estaba detrás de la antigua central lechera, con cuyo ronroneo nos dormíamos todas las noches, cerca del viejo campo del Vivero. Por una calleja se accedía a la carretera de Portugal, que estaba a unos cien metros. Esta Residencia estaba regentada por una congregación religiosa llamada “Cruzados de Santa María o “Milicias de Santa María” fundada por el P. Morales y dirigida durante mucho tiempo por Abelardo de Armas. Era una congregación de laicos y tenía su sede principal en la provincia de Badajoz en el colegio Santa Ana de Almendralejo, donde estaba Laureano Yubero como director.
Por Fátima pasaron como capellanes don Santiago Moreno Porqueras, el padre Barthe, holandés, y don Julio Fernández Nieva.
Preparaba entonces don Julio su tesis doctoral y nos producía admiración a nosotros, principiantes en la carrera y más dados a deambular por Badajoz que al estudio, el tiempo que pasaba en su cuarto con la única compañía del tabaco.
A la Escuela Normal íbamos andando la mayoría de los días, salvo lluvia intensa en que cogíamos el autobús. Pasábamos por el bar Azcona, famoso por los chipirones en su tinta y enfilábamos el puente Nuevo hasta la avenida de santa Marina cruce con Colón, frente a las Josefinas.
Los días que no había clase solíamos pasarlo en lugares cercanos. El bar La Toja, regentado por un gallego, era uno de los sitios más habituales para nuestras libaciones . Una noche que boxeaba Urtain decidimos ir a ver el combate por televisión a una tasca que había bajando por la izquierda del Pipos, sala de fiestas con luces insinuantes que nosotros mirábamos con morbo y con la imaginación a tope y que por nuestro presupuesto y timidez esquivábamos. En el barrio abundaban los contrabandistas de café. Cuando llegamos los tres compañeros a las diez de la noche en pleno invierno y con unas gabardinas blancas cruzadas, que estaban de moda por entonces, a lo Colombo, la sorpresa y la desconfianza de los asiduos fue mayúscula. Pensaban que éramos de la policía. Se produjo un penetrante y denso silencio con miradas cómplices entre ellos hasta que transcurrió una media hora y sentados con una botella de vino blanco por delante, el ambiente fue haciéndose más distendido, previa aclaración de nuestra procedencia e intenciones.