Oír a Francisco Valladares, por ejemplo, recitar un poema me conmueve. Es un arte. Quien sabe hacerlo mece las frases con énfasis, entonación y silencios. El poema se convierte en música dramatizada, plena de compás y cadencia que emociona al auditorio al remover los sentimientos más primitivos y arraigados. La muerte, el amor, la dignidad de los que no tienen más capital que su honra, la grandeza de la fidelidad, el heroísmo, el requiebro galante a la mujer hermosa… La poesía lleva consigo el ritmo que le dan los acentos, la métrica y la rima. El rapsoda la interpreta con el recitado y la declamación. El oyente traduce en sentimientos que ponen los pelos de punta, la frente tersa y el busto erguido.
Sin ser profesionales también he oído en las tabernas al calor de la melancolía del vino, en los jolgorios de fiestas y bodas, recitar a aficionados con hondo sentir. ¡Qué silencio se produce cuando alguien lo hace con pasión y vehemencia! Personas mayores que tienen dificultades con la escritura recuerdan, sin embargo, poesías que recitaban sus antepasados o escucharon en películas y teatros.
La tradición oral ha sido durante siglos la forma de transmitir de generación en generación romances, décimas, coplas…
Algunas composiciones por su temática o musicalidad arraigan con más facilidad en la memoria y se prestan a la recitación. El deslumbrante ritmo de la ‘Marcha triunfal’ de Rubén Darío. El ‘Canto a la mujer cordobesa’ de Julián Sánchez Prieto. El patriotismo desmesurado del ‘Dos de mayo’ de Bernardo López García. ‘Era un jardín sonriente’, de los Hermanos Quintero. ‘El Piyayo’ de José Carlos de Luna. ‘Los cuatro muleros’ de García Lorca o la recitaciones intercaladas en las canciones de Pepe Pinto y Pepe Marchena: “Toito te lo consiento menos faltarle a mi mare…” escritas, entre otros, por Rafael de León, por citar solo algunos de los ejemplos más conocidos.
Dos poemas me han conmovido siempre cuando los he leído o escuchado: ‘La nacencia’ de Luis Chamizo: “Bruñó los recios nubarrones pardos…” y ‘El embargo’ de Gabriel y Galán.
La primera vez que escuché este último en boca de mi padre, sin ser consciente entonces por mi edad del alcance del concepto de dignidad, sí la intuí en aquel hombre, roto de dolor, que invitaba a pasar al juez y a sus acompañantes cuando ya no tenía dinero porque se lo gastó todo en la enfermedad de su esposa. Lo demás podían llevárselo… Todo menos eso: “La camita onde yo la he querío/ cuando dambos estábamos güenos;/ la camita ondi yo la he cuidiao/la camita ondi estuvo su cuerpo/cuatro mesis vivo/ y una nochi muerto…”
Me impresionó la valentía, que sin ser altanera, es firme y llena de orgullo por el deber cumplido: “Si venís antiayel a afligila, sos tumbo a la puerta”.
Esa cualidad del que se da a valer como persona, que se gana el aprecio ajeno, respetándose a sí mismo y a los demás, sin dejarse humillar. Y pienso ahora cómo actuaríamos cada uno de nosotros en parecidas circunstancias, “desnudos, como los hijos de la mar”, despojados de los bienes materiales que nos sostienen y de los que a veces presumimos. Si mantendríamos la digna grandeza del protagonista del poema de Gabriel y Galán.