Mi primer año de estancia en Guadalcanal subía por las tardes después de las clases al puerto que llaman de Llerena y desde allí contemplaba las llanuras de la Campiña. Un lugar privilegiado desde donde se divisan paisajes maravillosos.
Algunos sábados iba, por una querencia irresistible, desde Ahillones, después de haberme ido el día anterior, a la entonces famosa discoteca que regentaba Curro y que reunía a muchas personas de los pueblos de alrededor. Dos veces pasaba por el puerto, ida y vuelta. Temeraria, alocada y añorada edad.
No temía las noches de niebla ni de lluvia que en otoño y en invierno son frecuentes. En la pequeña barra de la discoteca me acodaba por ver si ligaba a algunas de las bellas que por allí siempre había. Mi timidez, disfrazada de conversación, me ponía vallas y la mayoría de las veces volvía a pasar el puerto de regreso solo con mis pensamientos. Abundaban las palabras más que los roces de mejillas, muy a mi pesar. Como compensación disfrutaba de un ambiente muy agradable. ¡Qué se le iba a hacer!
Allí traté a personas de variada índole y condición. A Felipe Uceda, maguillento y casado en Guadalcanal, siempre un señor, me lo encontré alguna que otra vez tomando una copa en el rincón de la izquierda, según se entraba.
También traté con José, el carpintero, recientemente fallecido. Al verlo en algunas fotografías del homenaje que le hicieron antes de su muerte me costó trabajo reconocerlo.
Aún conservo en mi retina aquel enmoquetado rojo y en mi memoria auditiva unas sevillanas que ponían por entonces: “Viva mi Andalucía, viva mi pueblo…”