Puertas

img_0067
Hay  muchas  casas cerradas  en el pueblo. Sus puertas conservan  restos desprendidos  de pintura seca y muestran el  deterioro de   la intemperie. Las  fachadas llevan  sin encalar desde hace años y  tienen musgo seco y desconchones. Jaramagos amarillos asoman por los tejados como perros abandonados  esperando al dueño. En algunas calles viven pocas familias, con miembros mayores casi todas. La emigración y la natalidad inexorablemente cobran su tributo de soledad y abandono.
Cuando el pueblo casi doblaba en habitantes a los actuales las puertas de las casas permanecían abiertas durante el día. Para traspasar el umbral se pedía la aquiescencia de los moradores. Los más asiduos y conocidos se anunciaban con  alguna frase ritual: “¿Dónde andamos?” “Pasa, no te quedes en la puerta”. “No me paro, que tengo prisa”. Era una forma de mostrarse cercano, de saber que había alguien  al lado para lo que se ofreciera. En el ir y venir de los recados un toque, un cómo estamos hoy, preguntar por el enfermo, intercambio de novedades…
Otros  se anunciaban: “¿Se puede?” y extendiendo alfombra de confianza respondían desde dentro: “¡Hasta el corral!”. O se preguntaba por  la  identidad del que llamaba: “¿Quién?” y recibían una  respuesta de Perogrullo: “Yo”, que más que identificar constataba presencia.
img_8867
Pocas puertas disponían de timbre eléctrico. Algunas tenían picaporte y muchas postigo, que ofrecía al que llegaba la visión de  una foto de carnet del que habitaba.
Los mayores usaban una fórmula arcaica: “¿Quién vive?” Y no menos de lógica aplastante la respuesta que salía del interior: “Quien no muere”.
Señal de respeto por la sagrada  intimidad de la morada era  descubrirse de boina, mascota o sombrero  al entrar.
En los pueblos una puerta cerrada indicaba descanso de siesta o nocturno. El no molestar de los hoteles.  Y a no ser de urgencia no se llamaba. Una llamada de madrugada voltea el corazón y no trae parabienes.
Hay una forma intermedia de juntar las hojas de las puertas: emparejarlas. Valvas entreabiertas sobre el gozne para evitar flamas o  corrientes malsanas.
Cuando eran varios los que habían de regresar de noche  el que más tardaba en hacerlo era el encargado de cerrar, una vez comprobado que los demás estaban dentro. El último que atranque o eche el cerrojo. El chirrido de acero y estrellas era el toque de   retreta y señal de que la tropa dormía recogida en sus aposentos.
 Una modalidad  de alarma rudimentaria  consistía en  poner una silla detrás, acción de la que estaban avisados los que debían sortearla. Así que metían la mano por la abertura y, levantándola para que no arrastrase, accedían.  Los extraños alertaban por el ruido del empuje.
Por la rendija entreabierta o por el postigo se obtenía una primera impresión del estado del tiempo y de cómo transcurría el día. Garita de discreta  observación del transitar de los vecinos  y de aconteceres callejeros.
Las casas de nuestros amigos cuando éramos niños eran una prolongación de la nuestra. Entrábamos y salíamos con ellos con total confianza. Acudíamos a buscarlos y allí nos informaban: “Pasa, que está dentro”. O “ha salido hace un rato a buscarte”. Jugábamos en los doblados y en los corrales. Nos  mecíamos en el   columpio que era el péndulo de un reloj sin horas colgado de los maderos.

2 respuestas a «Puertas»

  1. Qué recuerdos y cuanta añoranza,la puerta de mi casa tenía postigo y cerrojo y recuerdo que casi nunca se cerraba durante el día .En verano una cortina gruesa de ropa dejaba entrar el fresco y podíamos salir y entrar con más rapidez .El umbral lugar de encuentro de vecinas a la fresca comentando lo acontecido durante el día.Calle Ollerias mi calle .

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.