El abuelo pasea por la casa desde la puerta del corral hasta la de la calle. Se asoma y mira el transitar de las personas que van a sus tareas. La esposa zurce viejas sayas a la sombra de la parra. En la cocina, sobre el ‘topetón’ de una espaciosa chimenea, siempre hay frutas del tiempo en tazones de porcelana. La olla con la comida borbollea al fuego. Un hortelano vocea fuera los frutos de su huerta. El cartero pasa con la correspondencia, casi toda de bancos y organismos oficiales. Si antes se esperaban con anhelo las cartas de los que estaban fuera ahora se desea que pase de largo porque lo que acarrean son disgustos y sobresaltos. Observa a los que van a la consulta del médico y después con recetas a la farmacia.
Pronto saldrán los niños de la escuela. Ellos son la savia nueva que mantiene la esperanza en el futuro de estos pueblos. Cada vez hay menos.
Piensa el abuelo en otros tiempos, cuando llegó a tener más de tres mil habitantes en los años cuarenta y cómo a partir de los sesenta comenzó el descenso imparable con la emigración, hasta no llegar en la actualidad a los mil. Se fija en las viviendas de la calle. Hay más cerradas que abiertas. Y recuerda a sus antiguos moradores. Solo en verano vuelven a abrirse algunas cuando llegan sus propietarios a pasar las vacaciones. Muchas casas tienen el cartel con un se vende que nadie compra. Crece la hierba en los corrales y las puertas tienen los efectos del sol y la lluvia marcados en su tez. Hay algunas a las que les han brotado pequeñas hojas verdes entre sus rendijas.
Recuerda oficios que se ejercían entonces y que actualmente ya no existen. Una decena de zapaterías hubo, cuatro carpinterías, otras tantas fraguas, dos tahonas, un molino… Ya no queda ninguno de estos negocios. Las subvenciones al campo, las pensiones y los fondos que se reciben para el paro son los principales ingresos que sostienen la vida del pueblo.
La gente no sale de noche. Cuando oscurece las calles se quedan desiertas. Los bares cierran ante la falta de clientes.
El crecimiento de la población viene siendo negativo desde hace bastantes años. La pirámide que la representa se ensancha en las edades de más de cincuenta años y se estrecha en la infancia y la juventud. Las defunciones pasan de la veintena anualmente y los nacimientos rara vez superan la decena. Ha habido algún año que no nació ningún niño. Los jóvenes cuando terminan sus estudios buscan colocación fuera. Para los mayores afortunadamente hay servicios médicos, pisos tutelados para los que necesitan asistencia, comida servida a domicilio y ayudas a la dependencia.
Es mi pueblo, pero es el retrato de muchos más. Un goteo imparable que va vaciando a las localidades extremeñas.
Nuestro abuelo pasea y piensa en sus hijos y nietos que echaron raíces fuera. Añora cuando la casa era un trasiego de gente que entraba y salía y en los días de fiesta se sentaban en la mesa más de diez comensales.
Esta sangría silenciosa puede convertir a muchos pequeños pueblos extremeños en otras Granadillas para que grupos de estudiantes acudan al programa de recuperación y utilización educativa de pueblos abandonados.
2 respuestas a «Pueblos abandonados»
En pueblos cercanos, donde ejercí de mestro allá por los 80, la población escolar era de 220 alumnos/as.En la actualidad no supera los 30. En los patios escolares apenas se escucha el griterío infantil… ! De pena!
Esa es la señal más evidente del declive. Los alumnos han disminuido y los que hay cuando acaban sus estudios al no tener aquí futuro se marchan fuera.
En pueblos cercanos, donde ejercí de mestro allá por los 80, la población escolar era de 220 alumnos/as.En la actualidad no supera los 30. En los patios escolares apenas se escucha el griterío infantil… ! De pena!
Esa es la señal más evidente del declive. Los alumnos han disminuido y los que hay cuando acaban sus estudios al no tener aquí futuro se marchan fuera.