Con traje y guantes blancos, un crucifijo como los misioneros sobre el pecho, un rosario de cuentas de nácar y un librito de preces en la mano que nunca leí hice la primera comunión. Por entonces se hacía a los siete años. No recuerdo banquete ni celebración posterior. Un desayuno con churros para reponer fuerzas, pues había que recibir el sacramento sin haber comido nada sólido en las tres horas anteriores. Y menos mal, porque hasta el año 1957 en que Pío XII modificó la normativa se establecía el ayuno desde la media noche. Después de la misa fui a las casas de los vecinos que mi madre me indicó. Yo les daba una estampita en la que ponía recuerdo de mi primera comunión con mi nombre, fecha y lugar. A cambio me devolvían alabanzas de lo guapo que iba y me convidaban con una cantidad de dinero y besos cariñosos.
Terminado el recorrido por las casas de allegados y vecinos llegó el retratista. Traía trípode, cámara de fuelle y una cubita colgada en el lateral donde lavaba y aclaraba las fotos. En el patio de la casa de mi abuelo se acondicionó un rincón para inmortalizar tan fausto acontecimiento. Tuvieron que tapar con sábanas una puerta que estaba al fondo para que todo saliera blanco. Más que fotógrafo me pareció un mago que metía la cabeza debajo de una tela negra buscando algo que tardaba en aparecer. De rodillas en un reclinatorio tuve que recomponer la sonrisa varias veces porque aquello se prolongaba demasiado tiempo y el pajarito no acababa de salir. Todo esto me desconcertaba. Además intentaba seguir las instrucciones de la familia que me decían cómo tenía que ponerme y del retratista que no dejaba de modificar la posición de mi cabeza diciendo que no me moviera.
En los días previos el cura fue a la escuela a explicarnos en qué consistía la celebración y su significado y en la iglesia ensayamos la ceremonia varias veces.
Recuerdo el apuro que tuve con la confesión. ¿De qué tenía yo que acusarme a tan temprana edad? Nos ayudaron a examinar nuestras conciencias, esa que yo asociaba con un dibujo que venía en la enciclopedia y que sorprendía a un niño cuando iba a coger un caramelo de una vasija de cristal: “¿Dónde vas? ¡Soy la voz de tu conciencia! ¿Qué vas a hacer?” Nos dijeron que era una voz que no se oía, sino desde el interior y yo en el interior solo sentía los latidos del corazón y el ruido de las tripas. A partir de esa experiencia confeccioné la retahíla de faltas y pecados de los que me acusaba siempre que me confesaba y que decía de corrido: no hacer caso a mis padres, haber reñido con algún amigo y decir alguna picardía. Los pecados contra la pureza los incorporé después al repertorio.
Aquellas comuniones tenían poco que ver con las actuales. Hoy se invita a la celebración a familiares y allegados y a un banquete posterior. Se come y se bebe opíparamente. Los comulgantes primerizos recogen los regalos con los que son obsequiados. En un rincón, rodeados de estuches y papeles de envolver, pasan ensimismados el resto de la tarde manipulando el artilugio electrónico que les han regalado.