El pregonero de mi pueblo era una persona de ocupaciones variadas y estipendios escasos con los que apenas cubría las necesidades básicas de su familia. Su ocupación principal era la de zapatero, que desarrollaba en la primera habitación de su casa habilitada al efecto. Disponía de los avíos imprescindibles para realizar las labores fundamentales del oficio. Unas chavetas, tenazas, leznas, puntas, tachuelas, cerote e hilo. Era conocido con el sobrenombre del sacristán por las funciones que realizaba en la iglesia, sobrenombre que transmitió a su descendencia. El Ayuntamiento lo requería esporádicamente para difundir pregones por las esquinas cuando el alcalde consideraba necesario informar al vecindario de normas que atañían de forma directa e importante al buen gobierno municipal, generalmente uso adecuado del muladar, estercoleros del ejido, escombreras, ubicación de las eras, acarreo de paja en los carros, llegada del cobrador de contribuciones,…
Como la lectura no era hábito extendido entre la población por desidia o ignorancia, los regidores lanzaban al aire sus proclamas por boca de los pregoneros, que tocaban una trompetilla para reclamar la atención de los vecinos. El primer edil se aseguraba así que sus normas y reconvenciones llegaran a todos: “De orden del señor alcalde se hace saber…”
Los muchachos los seguíamos de calle en calle, más atentos al rito y al toque metálico que al contenido del mensaje.
Era suficiente que se enterasen unos cuantos vecinos en cada calle porque al poco el boca a boca había extendido la novedad por todo el pueblo. Algunas mujeres salían a la puerta con el delantal recogido y la escoba en la mano al oír el aviso metálico del pregón. Las tiendas eran lugares donde la información se propagaba como fuego en rastrojo. Los hombres, generalmente en el campo en ese momento, recibían las noticias al llegar al anochecido a sus casas.
Al pregonero-sacristán y zapatero lo sustituyó el latero, que como su antecesor completaba los escasos ingresos de su oficio con los que ocasionalmente le generaba prestar su voz al viento. Recorría éste con su anafe de brasas y el estaño las calles para restañar las piteras de canalones, jarras, palanganas, cacerolas, regaderas,… que los vecinos le entregaban. En el anafe llevaba un hierro soldador con mango de madera y que una vez caliente arrimaba al estaño para derretirlo sobre la picadura. Después remataba la faena con el soldador aún caliente y un martillo, estropajo y trapo para que quedase lo más fino posible. Fumador empedernido, su voz cascada y rota no llegaba más allá de unos metros del corro de la chiquillería que lo rodeaba, por lo que después los que no se habían enterado le preguntaban qué es lo que decía el bando. Una vez escuché a una vecina con un torrente de voz más saludable y potente que el suyo recomendarle desde su puerta que tomara clara de huevo para aclararla.
Tiempos estos donde la voz de los pregoneros y los vendedores ambulantes, además de los sones de las campanas, eran los canales de comunicación que, a través del aire, interrumpían la rutina diaria.