Las leyes nos otorgan a los ciudadanos derechos y nos imponen obligaciones. Cuando actuamos en cualquier ámbito de la vida nos atenemos a esas prerrogativas y limitaciones.
No es necesario ir diciendo cada vez que hago explicita una decisión que lo hago porque la ley me lo permite. Si voy a la tienda a comprar el pan no es necesario que le diga al tendero: “Tenga usted un euro con veinte céntimos porque así está estipulado en el Código Civil en los artículos que regulan la compraventa”.
Cuando el oficiante pregunta a los contrayentes que si quieren por esposa o esposo a la pareja que tiene al lado, estos responden: “Sí quiero” sin añadir la coletilla de que porque así está regulado en la normativa sobre contratos matrimoniales.
Imaginemos la cara del tendero si al comprador se le ocurriera añadir “Tenga usted un euro veinte por imperativo legal” y la cara de la pareja, de los suegros y demás allegados si a uno de los contrayentes se le ocurriera decir: “Sí quiero, por imperativo legal”.
Naturalmente, porque así lo regula la normativa, hay que hacerlo de esa determinada forma y no hace falta decirlo. Pero si el que compró el pan y los que contraen matrimonio lo que quieren decir con esa coletilla es que lo hacen obligados porque no les queda otro remedio, pues compre usted piquitos o rejúntense si les conviene más.