Polvo somos

Dobles espaciados de campanas tiemblan en el aire y caen como copos negros por todos los rincones del pueblo. Un año más nos recuerdan el destino que nos espera, al que llegaron aquellos que nos precedieron y que en estos días honramos.
Pasa el alcabalero con el listado de bajas y con los recibos del tributo que pagan los vivos por los muertos. La moneda es la pena.  No admite devoluciones, solo su entrega a cambio de un poco de consuelo y la esperanza que señala al cielo. Pero nadie ha vuelto. Ni siquiera los nigromantes, arúspices y videntes saben de sus paraderos.  Los que tienen fe los ubican en paraísos que no están registrados fehacientemente por notarios ni escribanos. Hasta los papas dicen que no es lugar, sino estado.
Los que murieron permanecen en el corazón de los que quedan mientras vivan. Pero el tiempo los va alejando de los venideros hasta que se pierde su recuerdo en la neblina del pasado. Después nadie se acordará de quiénes fueron. El escritor mejicano José Emilio Pacheco lo expresa en estos versos: “Es verdad que los muertos tampoco duran. Ni siquiera la muerte permanece. Todo vuelve a ser polvo. Pero la cueva preservó su entierro. Aquí están alineados, cada uno con su ofrenda, los huesos, dueños de una historia secreta”.
Sus costumbres, los lugares que frecuentaban y las cosas que usaron dejan un reguero de evocaciones. A tal hora llegaba, a tal hora se iba, ese era su asiento…  Del abuelo, quedó en el perchero el bastón y el sombrero. En el chinero, con sus puertas de cristal labrado, el vaso en que tomaba el vino, casi a hurtadillas por las regañinas de la abuela. En la mesilla sus gafas con los brazos cruzados para siempre tras las últimas lecturas.  De la abuela permanecen en el tocador alguna horquilla, su peineta, la caja para dar color a sus pómulos cuando el último toque de campanas llamaba a la misa del domingo. El brasero recogido en la cisquera que cada mañana de invierno recebaba. La vida está ahí, contenida y condensada en esos instantes que la memoria evoca. Es difícil dominar la emoción cuando la mirada va, como dócil perro a la querencia, a los sitios por donde anduvieron sus pisadas. 
El maullido del gato tras la puerta de corral sonaba a llamada lastimosa a quien siempre le abría para echarle de comer. Un llanto que los humanos a veces no entendemos.
Cuando yo subía de niño al cementerio no conocía a casi nadie de los que allí estaban enterrados. Mi padre me señalaba los nichos de mis abuelos y algunos otros cercanos.
Hoy tengo allí familiares, amigos y conocidos con los que compartí muchos momentos de mi vida. El pueblo se va vaciando cada año y el cementerio tiene calles nuevas para los que inexorablemente les llega la hora del traslado.

 

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