(Carta publicada en el periódico HOY el 12 de noviembre de 2012)
La clase política pierde credibilidad y prestigio. La valoración ciudadana de su actividad se despeña por una peligrosa pendiente de descrédito que no deja de acentuarse. Los motivos están en conocimiento de todos.
Lejos quedan en el tiempo y en la ética los valores que inspiraron el buen gobierno de las polis griegas y los objetivos de equidad y justicia que a lo largo de la historia se han ido plasmando en las constituciones de los países occidentales al compás de las sucesivas conquistas de derechos civiles y políticos.
La herencia acumulada a lo largo de siglos se está dilapidando aceleradamente por la avaricia, la ineptitud y el nepotismo de algunos representantes de la voluntad popular que difuminan y dañan además el trabajo de otros colegas que obran rectamente.
Los políticos, como depositarios y gestores de la voluntad de los ciudadanos, son necesarios para la administración de los intereses de la colectividad. En sus manos está no malgastar el capital que reciben en forma de confianza y más les vale a ellos y a nosotros un cambio en sus actitudes y comportamientos y una renuncia a prebendas y privilegios que agravian al resto de la ciudadanía y agravan el estado de desánimo y desengaño que pueden terminar alejando a los ciudadanos de las urnas y creando las condiciones para que aparezcan caudillos salvadores.