Vivimos de plazo en plazo dentro del que los abarca a todos. El que tiene vencimiento seguro, fecha incierta y no admite prórrogas ni endoses. A unos los encontrará el cobrador, ligeros de equipaje y a otros, cargados, pero con vana esperanza de llevar la carga consigo, pues no hay sitio en la barca para pertenencias.
Otros plazos van marcando nuestras vidas por etapas: Infancia, juventud, madurez, vejez. Pero los hay más pequeños, algunos con término previsible, otros al albur de circunstancias. Hacemos o nos trazan planes para cuando seamos mayores, para cuando terminemos la escuela, los estudios universitarios, para formar una familia…El tiempo parcelado por etapas.
Unos acontecimientos son deseados, otros temidos. Los plazos más quebrantados, los de la hora de llegada a casa cuando la adolescencia trota vigorosa por las praderas de la madrugada. ¡A las doce en punto, te quiero aquí! Sí, sí. “Mañana le abriremos, respondía, para lo mismo responder mañana”.
En los años sesenta, despuntando el sol de la recuperación económica por el horizonte, aunque no tan brillante como el que venía dibujado en las enciclopedias, las familias empezaron a comprar a plazos y a la dita. Modalidades mercantiles que ayudaron a adquirir bienes a muchas familias. De haber sido exigido el pago al contado hubiese resultado imposible para la mayoría.
Las pequeñas empresas firmaban letras a plazos, generalmente a 30, 60 y 90 días. En el tiempo que transcurría desde que llegaba la mercancía hasta que el comprador empezaba a abonarla había margen para a ir haciendo caja.
Tan frecuentes eran estas formas que los que se dedicaban al menester del cobro fueron bautizados con los sobrenombres de sus oficios. Hay descendientes de estos profesionales que aún conservan alias tan arraigados. El cobrador de las letras llevaba una cartera apaisada de cuero. Cuando aparecía por la puerta de las tiendas o negocios les cambiaba la cara a los dueños. ¡Qué pronto pasa el tiempo cuando hay que pagar! Como las circunstancias económicas no eran muy prósperas, a veces el agente tenía que volver en días posteriores, siendo el cobro a la vista, por condescendencia con el obligado al pago. En ocasiones, agotadas las demoras, le decía abiertamente que la devolviera, con los consiguientes gastos y protestos.
Estamos incursos en otros plazos ahora. Me recuerdan estos sucesivos aplazamientos de la clausura a una broma que gastábamos de niño. Consistía en atar un billete con un hilo largo y dejarlo en el suelo. Cuando pasaba alguien y se agachaba para cogerlo nosotros, que estábamos escondidos en una esquina, tirábamos de él hasta que se daba cuenta de la broma.
Si un aplazamiento constituye un alivio para el obligado al pago, para el que ha de recibir el beneficio supone un retardo en su disfrute. Pero estos, si por bien es, hay que sobrellevarlos, aunque sea a duras penas. La libertad y la salud bien merecen un aguardo.