El hombre ha aprovechado siempre las plantas silvestres para alimentarse. En tiempos de penuria, no tan lejanos, muchas personas lo hacían por necesidad. Actualmente su busca se practica más como hobby o como actividad saludable en la naturaleza.
Se crían berros en las corrientes frescas de los manantiales y en las cercanías de las fuentes y se preparan con ellos ensaladas con aceite, vinagre y sal. Ahora se desconfía de su salubridad, sobre todo si vemos cerca envases de plástico de los que contienen herbicidas, pesticidas y demás productos con sufijo tan mortífero. Aprendimos de los mayores a buscar tagarninas o cardillos en sembrados, prados y barbechos y a pelarlas para comernos la penca tierna en tortillas y ensaladas. En las riberas de los ríos, como el Viar, y en algunos lugares muy concretos se cría en los años lluviosos un manjar llamado criadilla, ese hongo exquisito, carnoso y oloroso que sale debajo tierra. Hay que conocer muy bien las manchas o rodillos y tener buena vista para localizarlas. Los pastores con su lento deambular y fina observación son buenos conocedores de esos lugares.
Se recogían antes también romazas y collejas, que complementaban los potajes como las espinacas o las acelgas o se hacían tortillas con ellas.
El espárrago, apellidado triguero por su lugar de nacimiento, casi ha dejado de salir entre los trigos por el cambio en las técnicas de laboreo, el uso de grandes arados y el empleo de esos mata hierbas.
Una planta abundante, con sabor anisado e intenso aroma es el hinojo. Una mujer los traía en una cesta de mimbre recién lavados en la fuente y los vendía por manojos en una esquina de la Plazuela. Poca venta hacía la pobre mujer porque el hinojo abunda en lindes, cunetas y tierras de “posío”. Por cierto, a ver cuando el diccionario de la RAE acoge este término en sus páginas.
De las setas de cardo se desconfiaba por lo que se contaba de envenenamientos. Pocos eran entonces los entendidos que las cogían. La labor poco profunda con los arados no rompía el micelio y abundaban tanto en sembrados como en barbechos y tierras sin labrar. Las que salen de los troncos de los chopos y en las mimbreras infundían menos temor.
Los hongos de láminas rosadas y blancura exterior se comían y se comen sin miedo. Asados con un poco de sal o en guisos están exquisitos.
Cuando salíamos al campo y nos acuciaba la sed no había problema si se había olvidado la cantimplora. De bruces sobre una gavia bebíamos el agua clara que corría entre las piedras y la hierba. Ya lo refleja el proverbio: “Agua corriente no mata a la gente”. No mataba entonces, cuando aún no había llegado la química de los -cida. Todavía se escardaban los sembrados para eliminar las malas hierbas y se araban los olivares.
Hoy no se puede beber el agua que corre por las gavias ni coger plantas silvestres donde han echado los líquidos. Sólo las dehesas con ganado se salvan de su acción.