Las autoridades locales de ciertos pueblos han decidido no abrir este año las piscinas públicas para prevenir posibles rebrotes de la pandemia. Pero no os quejéis, jóvenes, hubo tiempos pasados que sin ellas nos las ingeniábamos para refrescarnos en verano.
Por aquí no había piscinas con azulados fondos todavía. Nos bañábamos en las albercas, en las canteras, en las minas abandonadas y en los ríos. Por esta zona en que vivo, en los charcos que el verano quedaba cortados en el arroyo de la Corbacha, aprendiz de río en invierno y casi regajo en el estiaje, afluente del Matachel, que hoy a duras penas surte al pantano que nos abastece.
Nuestros baños tenían escoltas de juncias, adelfas, juncos y eneas. Y acompañamiento de peces, ranas y otras especies de la fauna, rica entonces, hoy mermada. Algunas veces echábamos el día completo en sus riberas entre zambullidas y capturas.
Quedó una hondonada de la extracción de áridos con los que obtenían almendrilla para el tramo de la carretera N-432, entre Llerena y Ahillones. Desde lejos oíamos los barrenos que utilizaban para volar las rocas. Algunas tardes acompañado de mi padre los observábamos desde un cerro cercano. A esa oquedad la llamamos La Cantera. Se llenó de agua. Allí se bañaban los más osados. A mí me daba miedo la zona más oscura y profunda. Desde una piedra de la orilla se lanzaban los mayores. Un día alguien sacó un tritón parduzco de ojos saltones que llamábamos marrajo. Se acabaron los baños en ese lugar para un servidor.
Cuando en algunos pueblos cercanos abrieron piscinas íbamos los domingos a bañarnos, siempre que hubiera alguien con coche que nos llevara. Sin cremas ni mejunjes para protegernos pasábamos del rojo al negro durante el verano, previo pelado de la piel de hombros, nariz y espaldas. Tan ignorantes éramos que alardeábamos de que el sol hubiese dejado su huella a tiras en nuestro cuerpo. Una credencial de idiotas.
También nos bañábamos en albercas que tenían los amigos en el campo con agua fresca de las norias bajo la sombra frondosa de un nogal. A mí me gustaba a la caída de la tarde cuando el agua estaba más caliente. Recuerdo una noche de junio.
Mi cuerpo al lanzarme quebraba la luna reflejada en la superficie azabache. Sus reflejos flotaban como corchos entre las pequeñas olas que mi salto había provocado. Rodeado de una espesa madreselva llegaba el olor intenso de las flores de la dama de la noche que crecía en una tinaja roja del rincón del patio. Las ranas sorprendidas saltaban del nenúfar al agua oscura.
Del campo cercano llegaban bocanadas tibias con olores de las mieses recién segadas. El hortelano de una huerta próxima había terminado de llenar las acequias entre los canteros. El horizonte tenía aún matices rosas y violetas que el grillo con pespuntes negros lentamente enhebraba para dar paso a las estrellas.