La vida es una sucesión de pérdidas que lamentamos cuando echamos de menos lo que perdimos. Del útero materno, donde estábamos tan seguros y nos sentíamos tan a gusto, dice Freud que quizás persista por siempre en nosotros la nostalgia de su abandono.
Hay pérdidas irremediables. Se añoran, pero de nada sirven los lamentos. Charles Baudelaire dice en ‘Los paraísos artificiales’: “Más de uno de estos viejos que encontramos reclinados en la mesa de una taberna, vuelve a verse a sí mismo rodeado de un ambiente que ya ha desaparecido: su juventud perdida es el ingrediente de su embriaguez”.
Otras privaciones son ocasionadas por la vorágine de la vida que nos empuja hacia adelante, sin pararnos a disfrutarlas.
“Todos queremos más y más y mucho más… y nadie con su suerte se quiere conformar”. Lo cantaba Alberto Castillo, actor y cantante de tangos argentino. Con ese afán vivimos, pero cuando el destino nos da el alto con alguna enfermedad o contrariedad grave volvemos a apreciar las flores, el sol de primavera, la sombra acogedora de una alameda o la lluvia en los cristales, que están ahí como bálsamo y refugio.
Hace unos días me encontré a un amigo dando un paseo por un camino cercano a su pueblo. Hacía tiempo que no lo veía y me detuve a saludarlo. Lo encontré desmejorado desde la última vez que lo vi. Me dijo que había estado una temporada algo pachucho a consecuencia de una intervención quirúrgica y que ese día era el primero que salía de casa después de una larga temporada. Iba disfrutando de la temperatura agradable, de la vistosidad de la jara florecida y del aroma de la lavanda y el tomillo que abundan por aquellos parajes. No sabes cómo echaba de menos estas caminatas, me dijo antes de despedirnos.
Visité hace años en el hospital de Llerena al padre de un amigo que sufría una insuficiencia respiratoria grave. Su estado era desgraciadamente irreversible. Le di ánimos y comentamos anécdotas de tiempos pasados, pues coincidíamos algunas veces en la búsqueda de setas. Ahora, me decía, a lo único que aspiro es a irme con el coche a la orilla del pantano y sentarme a pescar porque es allí donde mejor respiro.
Cuando el año pasado por mayo levantaron el confinamiento domiciliario salí de casa temprano. Quería disfrutar de la libertad por el campo y coger los espárragos que todavía pudieran quedar por los lindazos y lugares más umbríos. Estando en esas, pasó cerca de mí un grupo de ciclistas que me saludaron efusivos. Por un ramal de la Cañada Real Soriana hacían senderismo otros. Todos nos echamos al campo para disfrutarlo. Parecía que también se alegraba con nuestro regreso, como si nos esperara. Antonio Machado escribió que se canta lo que se pierde, pero hay pérdidas que solo son olvidos y están ahí para cuando la vida parece que nos da la espalda.