Pequeños comercios

quien-da-la-vez-1-665x435 La fotografía es de un ultramarino recreado en la exposición “Les botigues Museu” de Pallars (Lérida)
Los  viajantes venían a visitar periódicamente a los dueños de las tiendas. Uno de ellos llegaba  con un “Seat  600” desde Sevilla con dos grandes maletas que podían calificarse por su tamaño como baúles. Eran de cuero,  bien atadas con correajes y reforzadas con   chapas en las cuatro  esquinas para preservarlas del desgaste.  Pasaba dos o tres días en el pueblo ofreciendo  los artículos y novedades. Se colocaba  en un extremo del mostrador. Allí, cuando no había clientes,  trataban el comerciante y él sobre  precios, modelos y condiciones de pago. Aquel clásico de letras a treinta, sesenta y noventa.  Este viajante representaba a una casa de tejidos y traía pequeños muestrarios rectangulares con los distintos colores y calidades de las telas o piezas completas para su examen.
Las mujeres confeccionaban vestidos, siguiendo modelos que venían en unas revistas llamadas figurines.  El que despachaba extendía sobre el mostrador  las piezas de raso,  de pana, de terciopelo,  de franela o   de seda  para que la clientela comprobase  con el roce de sus dedos la calidad y textura.
Este  comercio era  similar  a otros  que había en la mayoría de los pueblos. En ellos  podías comprar desde un botón  hasta un kilo de cal, pasando por azufre en polvo,  puntas o un kilo  de azúcar a granel. ¡Qué habilidad tenían envolviendo los productos en  papel de estraza! Remetían los laterales  y doblaban   la solapa en forma de pico  sobre sí misma.
 En la puerta, según temporada, montaban un escaparate con capotes para la lluvia, botas katiuskas,  sombreros de paja,  cribas o bieldos para aventar en las eras.    
Al final de cada jornada el dueño se sentaba en la trastienda a echar cuentas  de existencias y ventas hasta el horario de cierre, que solía hacerse bien entrada la noche.
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Disponían de una libreta donde anotaban lo fiado. “Apúntamelo en la cuenta”. Práctica habitual  porque se andaba a la cuarta pregunta y porque los ingresos de las economías familiares llegaban  con los jornales que el campo ofrecía estacionalmente.
Pocas de las llamadas grandes superficies actuales  permiten esos usos, como cuando nos mandaban nuestras madres: “Anda, ve  a casa de José que te dé  un kilo de patatas, que a la tarde se las pago yo”.
El encargado  de la  tienda de ultramarinos  despachaba  a conveniencia del consumidor: cuarto y mitad de mortadela o piezas de bonito para llevarlas con un poco de aceite. “Échame un poquito más, que si no se resecan”.  No tenían hora fija de cierre ni prisas.   Si  le pedían algún artículo nunca decían que no lo había: “Está pedido, si no llega mañana, antes de que acabe la semana sin falta está aquí”. A la tienda no se iba solo a comprar, también se intercambiaban las últimas noticias  de lo que  sucedía en el  pueblo.
La facilidad para desplazarse, el cambio de  costumbres,  los impuestos, la imposibilidad de competir con las grandes superficies donde se compra en silencio y con carrito hacen muy difícil su pervivencia.
En los  últimos años  hemos ido  comprobando su irremediable decadencia.  Me entristece, por lo que significaron en el tejido social del pueblo, ver  en el fondo del local  al tendero cómo mira por encima de sus gafas  cuando oye pasos  que pasan de largo  sin entrar.

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