Por estas tierras de olivares, campiñas y dehesas, llegado febrero, comienza el celo de la perdiz. Al aire, gallardos los reclamos de los machos intentan atraer a su terreno a las hembras y echar de allí a los intrusos que se las disputan. En turnos de réplicas y contrarréplicas las mañanas y atardecidas se llenan del lenguaje amoroso y retador de la hermosa “patirroja”. Acabado el tiempo de celo y cubierto el instinto sexual, la hembra anida e incuba a sus polluelos, quedando el macho vigilante de la puesta.
Pero no faltan otros reclamos, piñoneos y cuchicheos sobre la superficie de esta piel de toro. Subidos a “pulpitillos” de privilegiado otero, personajes del espécimen humano que nos representan, se crecen y marcan terreno con florido verbo. Cada uno en endogamia narcisista se recrea en la exposición de sus motivos y lanza al aire bucles engallados. Esperan que acudan los demás a compartir sus irrenunciables principios para salvar el solar patrio. No acaban, claro está, incubando ideas surgidas de un consenso, que falta le hace al devenido páramo de España, sobre todo en trascendentales asuntos como la educación, sino que elevan el tono, exaltando las virtudes propias y desacreditando lasajenas.