La memoria

 

 

 

 

En la escuela memorizábamos muchas cosas que no entendíamos. Recuerdo lo que me costó hacerlo con el misterio de la Encarnación o el de la Santísima Trinidad. Por eso eran misterios. Los aprendí, pero ni los comprendía entonces ni los entiendo ahora.  Otros temas menos impenetrables los asimilé después de memorizarlos, pero no es ese el orden lógico.

Al escuchar por vez primera la palabra seno al profesor de matemáticas no pude reprimir una pícara sonrisa y darle con el codo al compañero. Cuando galopan los catorce por los ardientes campos del deseo la imaginación vuela a lo que, por prohibido y placentero, nos llama, como a Ulises la dulce voz de las sirenas. ¿Quién iba a suponer que aquellos senos estaban en la cama haciendo trío, con un cateto arriba y la alargada hipotenusa abajo?  Memorizamos los límites de España y la tabla de multiplicar con cantinelas, previo deslinde de cabos, golfos y bahías.

Se considera a la memoria como muestra de inteligencia, pero antes hay que pasar por la aduana del entendimiento. ¿De qué nos sirve aprender el nombre de las constelaciones si ignoramos lo que es una constelación?

Para memorizar que Viriato era un pastor lusitano, necesitamos saber antes que Lusitania era una provincia romana.

 

 

 

 

 

 

 

 

“Incierto y oscuro se presentaba el reinado de Witiza”, decía en las antiguas enciclopedias. Antes hay que situar a los godos en su lugar correspondiente en la historia.

Ahora tenemos a disposición multitud de datos en los libros y en internet, con más amplitud y garantía de permanencia que en nuestras cabezas. Pero también para eso hace falta recordar el proceso de búsqueda.

Gracias a la memoria se da en los hombres la experiencia (Aristóteles). Sí, pero de lo que se comprende antes, lo demás lo hacen los papagayos.

La más importante es la de los afectos, conseguida a base de trato y de cariño, y su pérdida, la más lacerante y dolorosa. En esto nos diferenciamos de las bases de datos de los programas informáticos. La memoria artificial no tiene sentimientos.

Cuando se llega a la vejez y empiezan a fallar las conexiones neuronales se recuerdan más los acontecimientos lejanos en el tiempo que lo que hicimos el día anterior y, si sigue el deterioro, no conoceremos a nadie ni sabremos dónde estamos, no podremos expresar lo que sentimos porque con el olvido se van también las querencias. Quedan las caricias, como leves mariposas que se posan y se van pronto volando. Desde una sima insondable miraremos sin saber quiénes son esos que nos rodean.

La pérdida total de memoria nos conduce al inicio de nuestra existencia, como si todo fuera nuevo cada día.  Produce angustia en los familiares no ser reconocidos por quienes han compartido con ellos toda su vida. De niños aprendimos de memoria muchos conceptos sin comprenderlos, de mayores olvidamos lo vivido sin saber que lo habíamos comprendido.

Manuel Machado y Ahillones

 

Entre costuras, la abuela echó un vistazo al suplemento dominical del periódico HOY, que su nieto, Antonio Marín Guerrero, había dejado sobre la mesa del comedor. Unas fotografías llamaron su atención. Se detuvo a observarlas más detenidamente poniéndose las gafas de cerca. Correspondían a un reportaje sobre los hermanos Machado. Sorprendida le comentó que uno de los señores que estaba en las fotos iba en ocasiones al pueblo. Había reconocido a Manuel Machado. Le dijo que en aquellas visitas le acompañaban su esposa, Eulalia Cáceres, y la hermana de ésta, Carmen.

Los anfitriones eran Luis Durán y su hermana Matilde, que estaba casada con Narciso Maesso Cabezas, acaudalado terrateniente que fue diputado provincial desde 1871 hasta 1877 y posteriormente diputado por Badajoz en el Congreso en cinco ocasiones, en el periodo que va de 1876 hasta 1919.

Y lo más sorprendente. El mayoral de Narciso Maesso era José Dolores Durán, padre de su abuela Josefa y, por lo tanto, su bisabuelo. Le dio más detalles. Le gustaba al poeta pasear por las extensas propiedades que poseía el dueño e informarse de temas campesinos y sociales de la zona. Formas de cultivo, siembra, recolección y relaciones de los trabajadores con quienes eran conocidos como amos o señoritos. Tiempo de desamortizaciones, acumulación de fincas y voto censitario, con sus consiguientes daños colaterales.

Estos testimonios despertaron la curiosidad de Antonio Marín, que actualmente es cronista oficial de Ahillones, y comenzó a investigar más detalladamente sobre el tema. Debían de estar escribiendo por entonces los hermanos Manuel y Antonio Machado la obra de teatro ‘La Lola se va a los puertos’. Así se lo escuchó su abuela Josefa decir a su padre,  a quien se lo dijo el escritor en alguno de aquellos paseos.

Hay algunos detalles interesantes que parecen avalar esta afirmación.

Luis y Narciso, los nombres de sus anfitriones, están asignados en la obra teatral a dos de sus personajes. Y el de José Dolores, su bisabuelo, también aparece. En una conversación entre don Diego, el dueño del cortijo, y su hijo, éste le dice: “Yo no entiendo una palabra de fiestas de campo…”  “Eso es lo de menos. Tú hablas con el mayoral, José Dolores, para las vacas y los becerros; Guerrero, el picador de las cuadras, puede sacar hasta doce caballos”. Apellido este de Guerrero muy común en Ahillones. Así se apellidaba un caballista de las fincas.

Aún se conservan las dos casas donde se alojaban tan ilustres huéspedes.  Una en la calle Nueva y otra en Sierra Morena. En la primera, actualmente dividida en dos mitades, encontró su antigua propietaria un ejemplar de ‘La Lola se va a los puertos’, con dedicatoria manuscrita de Manuel a Luisa Durán Laguna, hija de Luis Durán. Desafortunadamente, está desaparecido. De la otra vivienda queda el nombre de la habitación donde se hospedaban, conocida por miembros de la familia como la de Manuel Machado.

Una cana al aire

 

Corrían los años setenta y nuestro protagonista había pasado ya de los cuarenta. Las discotecas estaban en plena ebullición y a él le cogían un poco con el paso cambiado, pero no sin deseo de visitarlas. Escuchaba historias a los más jóvenes que fueron alimentando su curiosidad. El ambiente a media luz, las copas, los ligues fáciles y su imaginación producían en él un efecto parecido a los cantos de las sirenas en Ulises.    

Carrera que no da el galgo en el cuerpo se le queda, pensaba y él ya tenía bastantes tanganillos que le dificultaban las suyas. Fiado a los latines, carpe diem, determinó ponerlo en práctica.

Convenció a un amigo que estaba en parecidas circunstancias y decidieron que la noche del siguiente sábado comenzarían a saborear las mieles que la vida ofrecía y de la que ellos no estaban disfrutando.

Explicaban este retraso en que de muy jóvenes sus padres pusieron bridas a sus apetencias por evitarles peligros irremediables y cuando estuvieron maduros, que adónde iban ahora, que ya debían estar de vuelta. ¿Cuál era el momento oportuno entonces? ¿Qué vuelta era esa, si no habían llegado a ningún sitio?

No había más que hablar. Compró una colonia, asesorado por la dependienta de la tienda, esa que en las distancias cortas se la juegan, pues él sólo usaba el Floïd que le echaba el barbero cuando se afeitaba.

Antes de acceder a la burbuja estridente y anhelada recorrieron varios bares.  Para empezar bien la noche, unos cubatas, nada de vino peleón. La ocasión lo requería. Tan bien les sentó la primera toma que repitieron comanda. La conversación fue creciendo de intensidad y fantasía.

Pero mire usted por dónde, nada más acceder a la discoteca tuvo un primer percance. Lo deslumbraron las luces intermitentes de una gran bola luminosa. Tropezó en el escalón que daba acceso a la pista y si no es por varias personas que lo sujetaron da con las narices en el suelo.

Empezó a sacar pareja en todos los grupos de mocitas, sin dejar ninguna atrás y solo encontró negativas.

La música para bailar suelto no le gustaba. Mientras volvían a poner la lenta fue a la barra. Por señas y a voces pudo pedir otros dos cubatas. Intercambiaron consejos de cómo abordar a las mujeres. Invitó a un grupo de chicas a tomar lo que quisieran. “No aceptamos invitaciones de desconocidos”. ¡Vaya!  Empezaban a asomar los picos de la camisa por fuera de los pantalones. 

En el coche que los llevaba de regreso, después de un largo silencio, le dijo a su colega de aventura:

“A la rubia la tenía en el bote. No hacía más que mirarme”. El amigo volvió la cabeza y, somnoliento, respondió: “¿Pero no era a mí a quien miraba?… ¿O eso es una canción?”

La alborada empezaba a coronar de rosa el horizonte y los gallos anunciaban un nuevo día.

Ironía e insultos

Hace veinticinco siglos los atenienses se reunían en la plaza pública para tratar asuntos de la comunidad. Puede considerarse como el origen remoto del parlamentarismo.

No sé en qué forma de energía se habrán transformado aquellos discursos. Quizás floten volátiles en el cielo de Grecia y puede que queden algunos ecos incrustados entre las viejas piedras de la Acrópolis.  Tal vez algún día la inteligencia artificial haga lo que hoy parece imposible y puedan recuperarse. Sería maravilloso convertir en palabras de nuevo las disputas entre Esquines y Demóstenes.

También, en la antigua Roma, la elocuencia de Marco Tulio Cicerón y otros excelentes oradores, como Aurelio Cota, que conmovía sin levantar la voz, y Carneades, que era capaz de argumentar válidamente a favor de una propuesta y al día siguiente defender lo contrario con la misma brillantez.

Según Cicerón, los fines de la retórica son persuadir, agradar y conmover. El orador debe poseer las cualidades de todos los que trabajan con las palabras: la agudeza de los dialécticos, la hondura de pensamiento de los filósofos, la habilidad verbal de los poetas, la memoria indeleble de los juristas, la voz poderosa de los trágicos y la expresión convincente de los actores.

En la historia del parlamentarismo español también ha habido extraordinarios oradores: Castelar, Cánovas, Sagasta…

Decían lo que querían, pero con elegancia. Utilizaban la ironía para evitar la ofensa grosera.  Dar a entender lo contrario de lo que se dice, generalmente con guasa, necesita la inteligencia de quien utiliza este recurso y la comprensión de quienes lo escuchan.

Don Antonio Cánovas del Castillo respondió a un grupo de señoras que se disculpaba ante él por las molestias que pudieran estar ocasionándole con sus constantes peticiones: “Señora, a mí las mujeres no me molestan por lo que me piden, sino por lo que me niegan”. Hoy, el ilustre malagueño, tendría que andarse con más tiento con estas insinuaciones, pues, por menos, las palabras revierten en denuncias.

Don Manuel Azaña se dirigió a un diputado que acababa de decir una grosería en estos términos: “Perdóneme que me sonroje en nombre de su señoría”. 

Hoy no es raro escuchar insultos burdos, malsonantes, faltos de chispa y sobrados de sal gorda. Denotan pobreza de vocabulario, de educación y de recursos oratorios. Fascistas, sinvergüenzas, miserables, corruptos…son algunos del surtido florilegio de los despropósitos.

Para responder a la impertinencia de un oponente hay que tener el ingenio que tuvo don José María Gil Robles. Es una respuesta muy conocida y citada. La recoge Luis Carandell en su obra: ‘Las anécdotas del Parlamento: se abre la sesión’. Respondió a un diputado, el cual le recriminó a voces desde su escaño que todavía usara calzoncillos de seda: “Qué indiscreta es la señora de su señoría”. Evitó con esta fina ironía usar una palabra chabacana y vulgar, más propia del lenguaje tabernario y que tiene en el macho del ganado cabrío cornudo representante.

Pastilleros

 

El río en su desembocadura ha formado un extenso delta que retrasa su encuentro con el mar.

 En el antiguo rito del bautismo el oficiante ponía unos granos de sal en la lengua del bautizando, recordatorio, quizás, como lo es la ceniza, del final que nos espera.

Río arriba disfrutamos de las torrenteras y manantiales, corriendo confiados y temerarios entre las rocas. También gozamos plácidamente en los remansos del sol templado al mediodía, donde en las tranquilas aguas se reflejaba el intenso azul del cielo.

Durante las cálidas noches de verano impresionaron a nuestros ojos infantiles las estrellas fugaces rayando la cúpula oscura con diamantes luminosos, mientras el agua silenciosa seguía su curso sin que fuéramos conscientes de ello. Cualquier experiencia nueva aumentaba el caudal y nos enriquecía. A partir de entonces formarían parte de nosotros. Soñábamos despiertos con las miradas que nos seducían y con las palabras afectuosas que nos halagaban.  El agua de la superficie se rizaba con la brisa del atardecer al más leve contacto físico. Algunas canciones quedaron asociadas a sensaciones placenteras. Serenatas a la luz de la luna, amistad y vino en noches de francachela… A ninguno nos preocupaba entonces la desembocadura. Nuestra vana aspiración posterior, cuando ya era imposible el retorno, fue querer hacer eternos aquellos instantes en que fuimos tan felices. Nos dimos cuenta que el tiempo se nos escapaba entre las manos. El reloj seguía impasible su camino por la noria de la esfera.

Es el bagaje sentimental acumulado, que aflora cuando abrimos la tapa de la memoria de nuestra infancia y juventud, como en aquellas cajitas que emitían música y una estatuilla giraba a su compás. ¡Corría el tiempo entonces tan despacio y eran las impresiones tan intensas!

En un juego de malabares digno del mejor ilusionista, el tiempo nos ha cambiado aquellas cajas musicales por los pastilleros con pastillas para los achaques que van tomando posiciones e imponiendo servidumbres. Camufladas con diversas formas y colores y con asignación horaria cada grupo, nos ayudan a seguir el curso, aunque ocasionen daños colaterales. Del mal, el menor.

En las farmacias han racionalizado su dispensación en un intento de frenar el despilfarro y la creación de botiquines en los aparadores de nuestras casas. La presentación de la tarjeta sanitaria activa el protocolo. Esta todavía no te toca, ten las otras tres. ¡Oh ríos de la infancia mía, quien os vio y quien os ve!

Una noche de farra, un varón con el futuro en la mochila, una mano   apoyada en el cuadril y la otra sosteniendo el apéndice urinario, se lamentaba dirigiéndole una mirada de impotencia: ¡Con el castigo que me has dado y ahora me estás pudriendo los zapatos…!

Rafael Rufino Félix Morillón lo expresa más bellamente: “Tu cuerpo va adentrándose /en el doliente mar/por el río que se extingue”. Una inevitable despedida con la insuperable imagen del río y el mar.

Aplausos

Aplaudir es palmotear en señal de aprobación o entusiasmo, según el diccionario de la RAE.  A lo largo de la historia han existido otras formas de manifestar júbilo o respaldo. Los romanos hacían chasquidos con los dedos o agitaban las solapas de sus togas.

Hay aplausos provocados por la emoción, otros se conceden por cortesía.  Por adular, muchos y algunos, por miedo. En los debates parlamentarios los que dan los componentes de una formación a sus líderes suenan a bofetadas en las caras de los adversarios.

Los dictadores siempre han sido amantes de los halagos que inflan sus nunca satisfechos egos. Los primeros en dejar de aplaudir pueden verse acusados de desafección o deslealtad. Alexander Solzhenitsin relata una anécdota a este respecto en su obra Archipiélago Gulag con relación al déspota Stalin. Quien primero dejó de aplaudir fue represaliado.

Las palmadas individuales se batían antes para llamar al camarero. Ahora son casi siempre irónicas, lo que puede ocasionar tarjeta roja en un partido de fútbol o hacer el ridículo si te despiertan de un codazo durante una representación. También si aplaudes equivocando el fin de una interpretación musical.

El aplauso genuino es espontáneo y coral. Sirve de medio para canalizar emociones contenidas. Contagia y anima. La energía liberada por cada uno se une a la de los demás, formando una unidad.

 “El aplauso puede ser un mensaje, un empeño, un galardón, pero también una lástima, un golpe de ironía…De todos modos, uno los colecciona: cuelga algunos en el corazón y otros en el perchero” (Mario Benedetti).

Significa reconocimiento y aprobación a un buen discurso… o alegría porque el orador ha terminado una insoportable perorata.

Empieza a veces como el arranque de un motor que está frío hasta que unos cuantos contagian a los demás.

Los más solemnes se dan puestos en pie. Tienen el peligro de que crean una burbuja que impide escuchar lo que sucede un poco más allá. Ceaucescu, confundió los silbidos con aplausos y del balcón del palacio de Bucarest fue directamente al pelotón de fusilamiento.

Una degeneración del aplauso espontáneo es el que hacen los palmeros. No los que acompañan al cante y baile flamencos, que eso es arte, sino el de los figurantes que aparecen detrás de los líderes en los mítines. Aplauden y asienten con la cabeza, mostrando la conformidad inquebrantable a cada párrafo del admirado líder, el que repartirá prebendas si se gana. Quieren que los demás formemos coro con ellos, por eso del contagio.

En siglos pasados existió la claque. Grupo de personas que asistía a un espectáculo con el fin de aplaudir en momentos señalados. Eran conocidos como mosqueteros o alabarderos. También los que se dedicaban, pagados por la competencia, a silbar o abuchear. Entraban gratis a la función.  Podían provocar un triunfo o un desastre, pero también distraer la atención en un momento preciso. Su finalidad era manipular al público. ¿Les suena?

Semana Santa y luna llena

 

La primavera ha llegado este año pletórica. Las lluvias y el sol nos la han traído con sus mejores galas.

Tan pujante está que hasta por las juntas de las baldosas, grietas de las paredes y resquicios de las rocas asoman las plantas sus cabezas para colaborar al festín de aromas y colores. Con ella llega la Semana Santa. De las que viví de niño, cuando Estado e Iglesia carecían de lindes en los predios del poder, recuerdo los bares con las luces apagadas al paso de los cortejos procesionales, los toques de la matraca sustituyendo a las campanas, las parejas de novios paseando por las calles aledañas al templo, los santos tapados con túnicas moradas, las comuniones masivas del Jueves Santo y los potajes que hacía mi madre.  El entierro, el viernes por la tarde y las filas en silencio con la Virgen de la Soledad de noche. Las velas alumbraban las caras de las mocitas, a las que seguíamos con la mirada que, a veces, para nuestro gozo, se cruzaban con las suyas. Los pesados sermones de las siete palabras. Los monaguillos bostezando en los bancos del altar y las personas adultas con caras de tener la mente en otro sitio. Y siempre la luna llena en el cielo. Los alabarderos con la espada y la alabarda el día de los encuentros entre la madre y el resucitado. El agua bendita, en la puerta de la iglesia para ahuyentar al demonio de todos los rincones de nuestras casas. Las jiras y el cortejo amoroso adolescente entre los trigales verdes…

¿De dónde esa relación de la luna llena con la Semana Santa?

En el Concilio de Nicea, en el año 325, se estableció que el Domingo de Pascua sería el inmediatamente siguiente a la primera luna llena de la primavera. Dos siglos después, el monje Dionisio, llamado el Exiguo por su estatura, fijó reglas más concretas. El 21 de marzo sería la fecha eclesiástica del equinoccio. Hay años que no coincide con el astronómico, como el actual. Pero en este no hay disonancias porque la luna llena ha sido el lunes día 25. Pueden producirse, no obstante, como sucedió en el año 2019.  El equinoccio astronómico de primavera se produjo el miércoles día 20 y la luna llena fue el 21 de marzo. Sería, astronómicamente, la primera de la primavera y el Domingo de Pascua debería haber sido el 24 de marzo, pero como el equinoccio eclesiástico está fijado el 21 hubo que esperar al ciclo lunar siguiente.  Por tal motivo el Domingo de Resurrección fue el 21 de abril, después de la luna llena del 19.

Otra particularidad es que, si el primer plenilunio después del equinoccio cae en domingo, se traslada al siguiente el de pascua para no coincidir con la judía.

 Otro año más siguen los ritos. La misma luna, los mismos pasos. Los que cambiamos somos nosotros.

Piedras

 

Hay muchas clases de piedras y muchos dichos sobre ellas. Jabalunas del color de la piel del jabalí cuando se moja, lunares de la rebeldía que gritó Miguel Hernández, molares de los molinos, preciosas, por las que se mata y se muere a veces. Almendrillas de las vías y carreteras. Majanos en tierras labrantías, las que forman cercas, las de los pasiles en arroyos. Las de los cauces de los ríos, variadas de color y redondeadas por el arrastre de corrientes y torrenteras. Las que amojonan cañadas, sesmos y cordeles.  Las de las umbrías, que ofrecen posada verde al musgo y las de las solanas, solaz a la inquieta lagartija.

Antes del cemento y alquitrán empedraban las calles. No todas, sólo las principales.  Las que quedaban de tierra abastecían de material espiral a las tolvaneras en verano y de barro en tiempo lluvioso a los transeúntes.

Las traían con carros y las iban dejando a trechos. Yo era niño, pero admiraba la pericia que mostraba el maestro albañil para buscarle acomodo a cada una de ellas. Las miraba, les daba vueltas y las colocaba en el sitio justo.  Una labor artesanal, con las rodillas en tierra o sobre algún cartón para aminorar daños. Pocos coches las transitaban entonces.  Animales de labranza y carros eran los usuarios más frecuentes. Del roce de los aros de hierro de las ruedas y de las herraduras de la caballería saltaban chispas a su paso, más visibles a la hora del regreso, al anochecer.

Las usábamos para muchos de nuestros juegos. Uno de ellos, ‘Las tres piedras’. Se formaban dos grupos de jugadores y cada uno tenía como misión robarle al otro con fintas y carreras las tres que custodiaban.

Nos sirvieron de rayuela y de postes de las porterías de fútbol, sobre las que dejábamos las prendas que nos iban sobrando. Con las más planas cortábamos el agua lanzándolas sobre su superficie, como pez que se alejaba a saltos.

Los hombres del campo encendían fuego arrimando yesca a las chispas que saltaban del choque de dos de ellas: pedernal y eslabón.

Las utilizábamos también, a falta de monedas, para decantar la suerte a cara o cruz, escupiendo en una de sus caras.

León Felipe aspiraba a que su vida fuera piedra ligera, pequeña, la que rueda por las calzadas y las veredas, guijarro humilde de las carreteras, la que en días de tormenta se hunde en el cieno de la tierra y luego centellea bajo los cascos y bajo las ruedas…

Dan ganas de eso, de ser piedra y apartarse de esta locura de vida donde algunos paranoicos con mucho poder y más odio están ensuciando los atributos que nos distinguen como personas para convertirnos en víctimas de sus delirios.  Ahora hay que prepararse, nos avisan para la guerra que estos megalómanos pueden provocar. La que, si se produce, no dejará piedra sobre piedra.

 

Pícaros

Contaban los viejos de mi pueblo que un vecino se encontró una mañana con la sorpresa de que le habían robado las gallinas de su corral durante la noche. No tuvo que hacer muchas averiguaciones para saber la hora en que se había producido el hecho porque del cuello del gallo colgaba un letrero que decía: “Desde las dos estoy solo”.

Referían también el caso de un zapatero que tenía su pequeño taller en una habitación de su casa, cuya ventana daba a la calle. Entre puntada y puntada, seguía las idas y venidas de la gente.  Observó que el pescadero ataba su burro en la argolla de la pared de la casa de la vecina de enfrente y tardaba en salir más de lo que de la transacción comercial podía suponerse.

El espabilado artesano de la lezna y el cuero, pensó que la ocasión la pintaban calva. Cuando calculaba que el vendedor ambulante andaría en plena faena amorosa, él aprovechaba para birlarle algunas sardinas del serón, que envolvía en el mandil donde cerote y cabos hacían mixtura.

Dos casos que tendrían cabida en la novela picaresca, que tuvo cuna y brillante desarrollo en España durante los siglos XVI y XVII, época dorada de la literatura hispana. Algunos ejemplos señeros, ‘La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’, de autor desconocido, ‘La vida del Buscón llamado don Pablos’ de Francisco de Quevedo y la “Vida del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán.

Sus autores nos muestran a través de las andanzas de sus protagonistas la realidad social de la época con sus estamentos de nobles, clérigos y villanos. 

Doña María Moliner define en su Diccionario de uso del español la palabra pícaro como “tipo de persona no exenta de simpatía, que vive irregularmente, vagabundeando, engañando, estafando o robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia».

El pícaro de nuestro tiempo ya no pertenece al lumpen social, al contrario de aquellos de las novelas de nuestro Siglo de Oro, que aguzaban el ingenio por la necesidad. Los de ahora pertenecen a clases sociales elevadas. No roban sardinas ni gallinas. Disimulan sus verdaderas intenciones con ardides sofisticados en pantallas de televisión y atriles de oratoria. Nos lían con la letra pequeña de farragosos contratos. Gente de educadas formas que meten mano en cartera con sonrisas y reverencias a la japonesa. No fingen, hurgándose con palillos entre los dientes, que han comido con hartura sin haber probado bocado, sino que comen en restaurantes finos. Ni esconden lo sustraído en mandiles, sino en una maraña de leyes y reglamentos, cuando no se los saltan olímpicamente a la torera.

A los que nos hurtan el vino de nuestros consuelos por el orificio hecho en la base del jarro de nuestra ingenuidad, solo nos queda el pataleo, sin poder rompérselo en la cara, como hizo el ciego con el Lazarillo. 

 

 

El campo se rebela

Los que vivimos en zonas rurales y tenemos más que mediada la vida hemos conocido la evolución de los trabajos en el campo. Desde aquellos hombres que, en palabras de Luis Chamizo, despertaban a las gallinas cuando salían con los burros del cabestro, hasta la situación actual en que luchan por mantener la supervivencia de sus explotaciones.    

Hemos asistido al tránsito del arado, con la mano en la mancera tirado por bestias, a los tractores, del carro al remolque, de la siega con la hoz a las cosechadoras.

Compartimos charlas con los pastores, sabios de soledades y observaciones. Vimos la esquila manual con tijeras y la posterior con máquinas. El lento ir y venir de las vacas de los corrales a los ejidos.

Supimos de la recolección de las aceitunas de verdeo, con bancos y cesta al cuello.  De la de aceite, con vareo y rodillas sobre los surcos helados.

Sabíamos cómo se presentaba la cosecha, si había exceso o insuficiencia de precipitaciones, de los solanos abrasadores que la mermaban. De vallicos, de gramas y amapolas, que quitaban con la escarda. Eran los temas de los que se hablaba todos los días.

La actividad económica de nuestros pueblos estaba condicionada por las cosechas. El tendero y el tabernero abrían listas a débito hasta que se recogían.

En las ciudades viven más ajenos a estas actividades. Solo llegan noticias a ellas cuando las ovejas atraviesan Madrid, cuando hay una subida brutal en los productos del campo o cuando los agricultores se manifiestan en sus calles con tractores. Ahora lo están haciendo por toda Europa.

Las grandes urbes tienen sus metros y sus autobuses, sus fábricas de coches, sus bancos e inmobiliarias, sus comercios y oficinas, pero si al llegar la hora de comer encuentran sólo mantel y cubiertos y faltan los alimentos se darían cuenta de la importancia que este primer eslabón de la cadena alimentaria tiene. 

Hay un síntoma evidente de la decadencia del trabajo de ganaderos y labradores. Sus hijos no quieren seguir con el oficio de sus padres porque no ven un futuro claro ni rentable.

Trabajar con la incertidumbre de no saber cuál va a ser el resultado de su esfuerzo es penoso.  Irrita que los precios los marquen unos señores que no pisan el campo ni se manchan las manos con la tierra. Frustra que los de la maquinaria, fertilizantes y combustibles suban desmesuradamente y lo que ellos reciben por sus productos no les compense. Desconcierta la maraña de leyes y reglamentos y están justamente indignados ante la competencia desleal que supone que las exigencias que se imponen aquí no se les apliquen a los productos importados de países extracomunitarios. Sin agricultura y ganadería, nos faltaría el sustento diario. Y con las cosas de comer no se juega.

Tomen las medidas necesarias quienes tienen poder y medios para hacerlo y ofrezcan un futuro de esperanza para el campo.