Semana Santa y luna llena

 

La primavera ha llegado este año pletórica. Las lluvias y el sol nos la han traído con sus mejores galas.

Tan pujante está que hasta por las juntas de las baldosas, grietas de las paredes y resquicios de las rocas asoman las plantas sus cabezas para colaborar al festín de aromas y colores. Con ella llega la Semana Santa. De las que viví de niño, cuando Estado e Iglesia carecían de lindes en los predios del poder, recuerdo los bares con las luces apagadas al paso de los cortejos procesionales, los toques de la matraca sustituyendo a las campanas, las parejas de novios paseando por las calles aledañas al templo, los santos tapados con túnicas moradas, las comuniones masivas del Jueves Santo y los potajes que hacía mi madre.  El entierro, el viernes por la tarde y las filas en silencio con la Virgen de la Soledad de noche. Las velas alumbraban las caras de las mocitas, a las que seguíamos con la mirada que, a veces, para nuestro gozo, se cruzaban con las suyas. Los pesados sermones de las siete palabras. Los monaguillos bostezando en los bancos del altar y las personas adultas con caras de tener la mente en otro sitio. Y siempre la luna llena en el cielo. Los alabarderos con la espada y la alabarda el día de los encuentros entre la madre y el resucitado. El agua bendita, en la puerta de la iglesia para ahuyentar al demonio de todos los rincones de nuestras casas. Las jiras y el cortejo amoroso adolescente entre los trigales verdes…

¿De dónde esa relación de la luna llena con la Semana Santa?

En el Concilio de Nicea, en el año 325, se estableció que el Domingo de Pascua sería el inmediatamente siguiente a la primera luna llena de la primavera. Dos siglos después, el monje Dionisio, llamado el Exiguo por su estatura, fijó reglas más concretas. El 21 de marzo sería la fecha eclesiástica del equinoccio. Hay años que no coincide con el astronómico, como el actual. Pero en este no hay disonancias porque la luna llena ha sido el lunes día 25. Pueden producirse, no obstante, como sucedió en el año 2019.  El equinoccio astronómico de primavera se produjo el miércoles día 20 y la luna llena fue el 21 de marzo. Sería, astronómicamente, la primera de la primavera y el Domingo de Pascua debería haber sido el 24 de marzo, pero como el equinoccio eclesiástico está fijado el 21 hubo que esperar al ciclo lunar siguiente.  Por tal motivo el Domingo de Resurrección fue el 21 de abril, después de la luna llena del 19.

Otra particularidad es que, si el primer plenilunio después del equinoccio cae en domingo, se traslada al siguiente el de pascua para no coincidir con la judía.

 Otro año más siguen los ritos. La misma luna, los mismos pasos. Los que cambiamos somos nosotros.

Piedras

 

Hay muchas clases de piedras y muchos dichos sobre ellas. Jabalunas del color de la piel del jabalí cuando se moja, lunares de la rebeldía que gritó Miguel Hernández, molares de los molinos, preciosas, por las que se mata y se muere a veces. Almendrillas de las vías y carreteras. Majanos en tierras labrantías, las que forman cercas, las de los pasiles en arroyos. Las de los cauces de los ríos, variadas de color y redondeadas por el arrastre de corrientes y torrenteras. Las que amojonan cañadas, sesmos y cordeles.  Las de las umbrías, que ofrecen posada verde al musgo y las de las solanas, solaz a la inquieta lagartija.

Antes del cemento y alquitrán empedraban las calles. No todas, sólo las principales.  Las que quedaban de tierra abastecían de material espiral a las tolvaneras en verano y de barro en tiempo lluvioso a los transeúntes.

Las traían con carros y las iban dejando a trechos. Yo era niño, pero admiraba la pericia que mostraba el maestro albañil para buscarle acomodo a cada una de ellas. Las miraba, les daba vueltas y las colocaba en el sitio justo.  Una labor artesanal, con las rodillas en tierra o sobre algún cartón para aminorar daños. Pocos coches las transitaban entonces.  Animales de labranza y carros eran los usuarios más frecuentes. Del roce de los aros de hierro de las ruedas y de las herraduras de la caballería saltaban chispas a su paso, más visibles a la hora del regreso, al anochecer.

Las usábamos para muchos de nuestros juegos. Uno de ellos, ‘Las tres piedras’. Se formaban dos grupos de jugadores y cada uno tenía como misión robarle al otro con fintas y carreras las tres que custodiaban.

Nos sirvieron de rayuela y de postes de las porterías de fútbol, sobre las que dejábamos las prendas que nos iban sobrando. Con las más planas cortábamos el agua lanzándolas sobre su superficie, como pez que se alejaba a saltos.

Los hombres del campo encendían fuego arrimando yesca a las chispas que saltaban del choque de dos de ellas: pedernal y eslabón.

Las utilizábamos también, a falta de monedas, para decantar la suerte a cara o cruz, escupiendo en una de sus caras.

León Felipe aspiraba a que su vida fuera piedra ligera, pequeña, la que rueda por las calzadas y las veredas, guijarro humilde de las carreteras, la que en días de tormenta se hunde en el cieno de la tierra y luego centellea bajo los cascos y bajo las ruedas…

Dan ganas de eso, de ser piedra y apartarse de esta locura de vida donde algunos paranoicos con mucho poder y más odio están ensuciando los atributos que nos distinguen como personas para convertirnos en víctimas de sus delirios.  Ahora hay que prepararse, nos avisan para la guerra que estos megalómanos pueden provocar. La que, si se produce, no dejará piedra sobre piedra.

 

Pícaros

Contaban los viejos de mi pueblo que un vecino se encontró una mañana con la sorpresa de que le habían robado las gallinas de su corral durante la noche. No tuvo que hacer muchas averiguaciones para saber la hora en que se había producido el hecho porque del cuello del gallo colgaba un letrero que decía: “Desde las dos estoy solo”.

Referían también el caso de un zapatero que tenía su pequeño taller en una habitación de su casa, cuya ventana daba a la calle. Entre puntada y puntada, seguía las idas y venidas de la gente.  Observó que el pescadero ataba su burro en la argolla de la pared de la casa de la vecina de enfrente y tardaba en salir más de lo que de la transacción comercial podía suponerse.

El espabilado artesano de la lezna y el cuero, pensó que la ocasión la pintaban calva. Cuando calculaba que el vendedor ambulante andaría en plena faena amorosa, él aprovechaba para birlarle algunas sardinas del serón, que envolvía en el mandil donde cerote y cabos hacían mixtura.

Dos casos que tendrían cabida en la novela picaresca, que tuvo cuna y brillante desarrollo en España durante los siglos XVI y XVII, época dorada de la literatura hispana. Algunos ejemplos señeros, ‘La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades’, de autor desconocido, ‘La vida del Buscón llamado don Pablos’ de Francisco de Quevedo y la “Vida del pícaro Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán.

Sus autores nos muestran a través de las andanzas de sus protagonistas la realidad social de la época con sus estamentos de nobles, clérigos y villanos. 

Doña María Moliner define en su Diccionario de uso del español la palabra pícaro como “tipo de persona no exenta de simpatía, que vive irregularmente, vagabundeando, engañando, estafando o robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia».

El pícaro de nuestro tiempo ya no pertenece al lumpen social, al contrario de aquellos de las novelas de nuestro Siglo de Oro, que aguzaban el ingenio por la necesidad. Los de ahora pertenecen a clases sociales elevadas. No roban sardinas ni gallinas. Disimulan sus verdaderas intenciones con ardides sofisticados en pantallas de televisión y atriles de oratoria. Nos lían con la letra pequeña de farragosos contratos. Gente de educadas formas que meten mano en cartera con sonrisas y reverencias a la japonesa. No fingen, hurgándose con palillos entre los dientes, que han comido con hartura sin haber probado bocado, sino que comen en restaurantes finos. Ni esconden lo sustraído en mandiles, sino en una maraña de leyes y reglamentos, cuando no se los saltan olímpicamente a la torera.

A los que nos hurtan el vino de nuestros consuelos por el orificio hecho en la base del jarro de nuestra ingenuidad, solo nos queda el pataleo, sin poder rompérselo en la cara, como hizo el ciego con el Lazarillo. 

 

 

El campo se rebela

Los que vivimos en zonas rurales y tenemos más que mediada la vida hemos conocido la evolución de los trabajos en el campo. Desde aquellos hombres que, en palabras de Luis Chamizo, despertaban a las gallinas cuando salían con los burros del cabestro, hasta la situación actual en que luchan por mantener la supervivencia de sus explotaciones.    

Hemos asistido al tránsito del arado, con la mano en la mancera tirado por bestias, a los tractores, del carro al remolque, de la siega con la hoz a las cosechadoras.

Compartimos charlas con los pastores, sabios de soledades y observaciones. Vimos la esquila manual con tijeras y la posterior con máquinas. El lento ir y venir de las vacas de los corrales a los ejidos.

Supimos de la recolección de las aceitunas de verdeo, con bancos y cesta al cuello.  De la de aceite, con vareo y rodillas sobre los surcos helados.

Sabíamos cómo se presentaba la cosecha, si había exceso o insuficiencia de precipitaciones, de los solanos abrasadores que la mermaban. De vallicos, de gramas y amapolas, que quitaban con la escarda. Eran los temas de los que se hablaba todos los días.

La actividad económica de nuestros pueblos estaba condicionada por las cosechas. El tendero y el tabernero abrían listas a débito hasta que se recogían.

En las ciudades viven más ajenos a estas actividades. Solo llegan noticias a ellas cuando las ovejas atraviesan Madrid, cuando hay una subida brutal en los productos del campo o cuando los agricultores se manifiestan en sus calles con tractores. Ahora lo están haciendo por toda Europa.

Las grandes urbes tienen sus metros y sus autobuses, sus fábricas de coches, sus bancos e inmobiliarias, sus comercios y oficinas, pero si al llegar la hora de comer encuentran sólo mantel y cubiertos y faltan los alimentos se darían cuenta de la importancia que este primer eslabón de la cadena alimentaria tiene. 

Hay un síntoma evidente de la decadencia del trabajo de ganaderos y labradores. Sus hijos no quieren seguir con el oficio de sus padres porque no ven un futuro claro ni rentable.

Trabajar con la incertidumbre de no saber cuál va a ser el resultado de su esfuerzo es penoso.  Irrita que los precios los marquen unos señores que no pisan el campo ni se manchan las manos con la tierra. Frustra que los de la maquinaria, fertilizantes y combustibles suban desmesuradamente y lo que ellos reciben por sus productos no les compense. Desconcierta la maraña de leyes y reglamentos y están justamente indignados ante la competencia desleal que supone que las exigencias que se imponen aquí no se les apliquen a los productos importados de países extracomunitarios. Sin agricultura y ganadería, nos faltaría el sustento diario. Y con las cosas de comer no se juega.

Tomen las medidas necesarias quienes tienen poder y medios para hacerlo y ofrezcan un futuro de esperanza para el campo.

O tempora, o mores

Las personas y las costumbres cambian con el tiempo. Y las cosas.

¿Qué tienen en común aquel niño de rizos en la frente y este hombre que tengo ahora delante al que me ha costado reconocer como al amigo que jugaba conmigo en la plazuela?

Su cuerpo, ardilla que trepaba a las higueras, escurridizo y ágil, devino a flácido con arrugas en la piel y albura en las escasas zonas de la cabeza que aún conservan su cabello. 

Su casa cerrada rumia en silencio su abandono. Al entrar de nuevo siento un vacío lleno de vidas ausentes. Conversaciones de vecinas que trenzaban hilos con palabras. El polvo ha ocupado silenciosamente los pocos muebles que quedaron. En el desván, tejen las arañas el olvido en los rincones.

Las costumbres cambian por la lógica evolución de la sociedad.

Las hay, sin embargo, que necesitan puntas de lanzas para romper las burbujas donde las retienen los prejuicios y el temor a las críticas ajenas.

Del uso de los manteos, velos y cobijos, vestimentas que a la moruna usanza cubrieron las cabezas y espaldas de muchas mujeres, y que en su época fueron considerados casi de obligada observancia, hasta los tops cortos y ombligos al aire hay un largo proceso de censuras y conquistas.

Existen personas que, contra corriente, rompen con lo establecido, sufriendo reproches y censuras. Son criticadas, pero después muchos siguen la senda que ellas con valentía han desbrozado.

Cuando casarse era para toda la vida, aunque tuvieran que aguantarse carros y carretas, los que daban el paso y se separaban, sufrían el estigma de la reprobación social. La voz popular llamaba a las mujeres que no vivían en armonía con su cónyuge, malcasadas. Y no hablemos de quienes se amancebaban sin pasar por sacristía. Solo la resonancia de los sinónimos-barraganería, abarraganamiento, concubinato- ponían al vuelo las campanas del menosprecio. Un embarazo sin estar casada suponía deshonra y marginación. Una espada de fuego blandida por las convenciones sociales las expulsaba del grupo de la gente formal.  Ya vemos cómo han cambiado, afortunadamente, los comportamientos y las mentalidades ante estos casos.

 ¿Por qué esa obsesión por el sexto y el noveno, habiendo diez mandamientos?

Sobre los cambios que produce el paso del tiempo escribieron poetas, dramaturgos y compositores.  Columna vertebral de poemas y de inmortales obras de teatro. Protagonistas que traspasan su vejez a un retrato o venden su alma al diablo con tal de detenerlo. Juan Ramón Jiménez lo plasma magistralmente: “Se morirán aquellos que me amaron/ y el pueblo se hará nuevo cada año”.

Charles Aznavour y Joaquín Sabina son muy parejos en sus experiencias. Uno encuentra un café bar y abajo una pensión donde estuvo su taller y el otro una sucursal del Banco Hispano Americano donde estaba el bar en el que conoció a una joven en un pueblo con mar después de un concierto. ¡Qué tiempos, qué costumbres!

 

PISA con tiento

 

Los maestros de mi generación empezamos nuestra labor docente con la implantación progresiva de la Ley General de Educación de 1970, la del ministro Villar Palasí. La famosa E.G.B.

Aprendimos y aplicamos las matemáticas modernas, aquellas de conjuntos, diagramas de Venn, uniones, intersecciones, aplicaciones… que estaban muy bien para desarrollar las capacidades de raciocinio, pero poco útiles de momento para comprar en la tienda y echar cuentas.

Conocimos la implantación del sistema de fichas. Se utilizaban los denominados ‘Consultores’ y había una puesta en común bajo la dirección del maestro.

Después de aquella importante ley vinieron otras. La LOECE (1980) de Otero Novas. La LODE (1985) de José María Maravall. La LOGSE (1990) de Javier Solana. la LOPEG (1995) de Gustavo Suarez Pertierra. La LOCE (2002) de Pilar del Castillo.  La LOE (2006) de María José Segundo.  La LOMCE (2013) de José Ignacio Wert y la LOMLOE (2020) de Isabel Celá. Y lo que rondaré morena.  Momentos hubo que dudábamos cuál era la que regía nuestra actividad, pues se solapaban en el tiempo.  Puede que a este paso se necesite un sistema de letras y números, parecido al de la matriculación de los coches para designar las sucesivas.

No terminaban de implantar las normas y asimilar nosotros la terminología de una ley cuando llegaba otra pisándole los talones. Esta situación desconcertaba a padres, alumnos y profesores.  Programar se estaba convirtiendo en una labor más absorbente que enseñar.  Objetivos, con variada gama y nivel, conceptos, procedimientos, actitudes, criterios de evaluación y calificación, descriptores operativos, situaciones de aprendizaje, estrategias, estándares, competencias básicas y específicas…

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero vienen los informes PISA, que no son capas galantes para que la morena ponga sus lindos pies, y nos dan un pescozón por desaplicados, por mucho que en el último haya influido el periodo de encierro con el COVID.

Lo que no cambia con ninguna ley es aprender a leer y escribir en toda la extensión de sus significados. La llave maestra que abre la puerta al conocimiento.

Leer, no solo con dicción adecuada, sino comprendiendo cada expresión y cada giro a través de comentarios de textos adaptados a los niveles correspondientes. Decir lo mismo de diferentes maneras, sustituir por sinónimos, buscar antónimos, resumir…En fin, trillar los textos para sacar el grano.

Creo que los ejercicios del tipo verdadero o falso, ordenar con números diversas propuestas, subrayar la más importante, etc. son más fáciles de corregir, pero aportan poco a la expresividad de la lengua.

Cuatro pilares imprescindibles: comprender y expresarse oralmente y por escrito.

Potenciar la expresión oral, la cenicienta de nuestra lengua. Escuchar y exponer.  Es admirable la fluidez y riqueza de vocabulario de algunos niños de países sudamericanos, donde dejamos la herencia de nuestro idioma.

Los primeros cursos de Educación Primaria deben servir para construir los cimientos sólidos de futuros aprendizajes. No hay que inventarse tantos términos y sí profundizar en la práctica de los fundamentales. 

Francisco Mena Cantero

 

Cuando muere un poeta el mundo queda huérfano de una interpretación personalísima que, junto a las de los demás, nos muestran la variada riqueza de la percepción humana. Este mes de diciembre ha muerto en Sevilla Francisco Mena Cantero, a los ochenta y nueve años de edad.

 En el prólogo de la obra ‘Un silencioso laboreo, del profesor de la Universidad de Sevilla, Enrique Barrero Rodríguez, el prologuista, Miguel Cruz Giráldez escribe: “La poesía de Mena Cantero es una apasionada búsqueda de sí mismo a través de Dios, el paso del tiempo, el amor, la soledad, la intimidad cotidiana…”

Manchego, de Ciudad Real, vivió en Llerena durante unos años a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta.  Aquí seleccionó, ordenó y realizó un estudio preliminar de las cartas de Arturo Gazul Sánchez-Solana. Después de unos años dedicado a la docencia, marchó a Sevilla donde ha vivido hasta su muerte. En la capital andaluza fue impulsor y director de las revistas literarias Ángaro y Cal.

“Me marché a Llerena. Desde allí hice muchos viajes a Sevilla y me empezó a llamar la atención. Daba clase en un colegio privado. Cuando se cerró pasamos a ser del instituto, pero yo me negué. Se abría un colegio en Sevilla, Tabladilla, y me vine de profesor de Lengua, Literatura y Filosofía”. (Declaraciones al periódico ABC, de Sevilla).

Ese colegio de Llerena era, según la terminología de la época, el Libre Adoptado Nª Sª de la Granada.

No tenía que levantar la voz para hacerse respetar. Imponía su autoridad de forma natural, sin estridencias. Su licenciatura en Pedagogía, además de la de Filosofía y Letras, le confería un gran conocimiento en su manera de enseñar. Al final de cada clase confeccionaba un cuadro sinóptico donde recogía las ideas fundamentales, los siglos con sus corrientes literarias, características, autores y obras.

Durante su estancia en Llerena vivió en la Plaza de los Ajos, al lado del monumental Complejo Cultural de la Merced, que antes fue sede de la Compañía de Jesús. Aquí la vida le clavó el rejón más doloroso: la muerte de uno de sus hijos.

La mañana de su reincorporación a clase escribió en el encerado el comentario de texto del día. Del poema de Amado Nervo, ‘Al Cristo’: ‘Yo, maestro cual tú, subo al Calvario, / y no tuve Tabor cual tú tuviste…/ Ten piedad de mi mal, dura es mi pena/ numerosas las lides en que lucho;/ fija en mí tu mirada que serena, /y dame, como un tiempo a Magdalena/ la calma:/ ¡yo también he amado mucho!”.

 Quizás por eso su obra, según Pedro A. González Moreno, “es una poética de la desolación. Toda su lírica, de raíz existencial se vertebra sobre los ejes de la pena y el dolor, y se cimenta sobre los pilares temáticos de la temporalidad, la muerte y la evocación de un pasado ya irrecuperable”.

Cortes de luz

En mi casa sabíamos cuando terminaba el cine porque la luz, que durante la proyección era débil y mortecina, se volvía de pronto intensa.  Poco después se oían por la calle los pasos de los espectadores que regresaban a sus casas.  Algunas lámparas perdieron su vida con estos altibajos. La potencia del generador eléctrico que suministraba electricidad al pueblo era limitada y cualquier gasto extraordinario hacía que el resto la recibiera con menos potencia o se iba una fase y quedaba a una parte del pueblo a oscuras.

Las noches de otoño e invierno, una vez que oscurecía, las personas mayores evitaban, siempre que no fuera necesario, salir de casa porque los puntos de alumbrado eran escasos y estaban mal distribuidos. Bombillas colgantes de brazos metálicos situados en las esquinas, y algunas en el medio de las calles más largas, estaban al albur del viento y la lluvia. Su claridad no cubría más allá de los dos o tres metros a la redonda. Islotes amarillentos entre las tinieblas. Los que salían llevaban linternas para sortear los charcos y el barro, sobre todo, en las callejas, que estaban más oscuras.

El suministro eléctrico de mi pueblo procedía de una empresa fundada a principios del siglo pasado, la ‘Eléctrica Berlangueña’, una sociedad anónima y familiar con un reducido número de accionistas, que combinaba la moltura de cereales para harina y la extracción de aceite en las almazaras, con el suministro de fluido a varios municipios: Ahillones, Berlanga, parte de Llerena, Maguilla, Valverde y Valencia de las Torres.

 Existían en la Campiña Sur otras empresas, como ‘La Eléctrica de Azuaga’, creada por la familia de don José Espínola en 1903, que suministraba también a Granja de Torrehermosa. En Llerena disponían de la de don Lorenzo Martín Hernández y la fábrica ‘Electro Harinera de San Francisco’.

Eran frecuentes los apagones. Había que tener a mano velas, quinqués y candiles.

Cuando sucedía esto, un empleado de la empresa que gestionaba el transformador de mi pueblo, recorría el trazado del tendido montado en una burra y revisaba palo por palo para intentar averiguar dónde se había producido el desperfecto. Existía un acuerdo.  Si el palo caído estaba de la mitad hacia Ahillones correspondía a ellos el arreglo.  Si estaba de la mitad para Berlanga, a la ‘Eléctrica Berlangueña’.

Ha habido, desde aquellos remotos años, un progreso espectacular en el suministro y uso de la energía eléctrica. Paneles solares, baterías virtuales, consumo con horarios a la carta, vertido de la energía sobrante a la red, creación de una hucha solar para usarla cuando convenga…Pues, a pesar de este meritorio avance, todavía se siguen produciendo cortes, molestos e intermitentes, en pequeñas localidades de por aquí cuando alguna borrasca de las bautizadas con nombres propios nos afecta. Sería conveniente poner los medios para que no se produzcan. Ya no hay burras para recorrer los palos del tendido en noches de temporal.

Rayas y arrugas

 

La veteranía es un grado en todas las profesiones. En la mili la ostentaban entre la tropa los que pertenecían al reemplazo próximo a licenciarse, que eran conocidos como los abuelos. En sus ajadas gorras de faena lucían los galones que acreditaban su condición. Consistían en rayas que representaban los meses de servicio y que iban tachando, según concluían. Cuando llegaban al último lo desgranaban en días, una cuenta atrás hacia la licenciatura, previa a la entrega de uniformes y la concesión de la ansiada cartilla con el ‘valor se le supone’ anotado en su interior.  Miraban a los novatos con cierta condescendencia desde el atril que les otorgaba su experiencia cuartelera. Al toque de diana siempre había alguno de ellos que pregonaba a voz en grito las que le faltaban, rematando con la coletilla …’y la loca’, que era la que suponían la última antes del licenciamiento. Fecha movible, según soplaran los famosos ‘macutazos’.  

Los últimos quintos llamados a filas superan ya los cuarenta años, pues en el 2022 desapareció el servicio militar obligatorio. Aquellos abuelos, que tenían tantas ganas de que el tiempo pasara entonces, quisieran ponerle hoy freno a su transcurso poniendo palotes en sus ruedas.

Siendo objetivamente el mismo para todos, no afecta igual a la misma persona en distintas circunstancias.

El péndulo del sol, del orto hasta el ocaso, lo divide, sin tictac de reloj ni toques de campanas. Sólo la cadencia de la luz sella en silencio el principio y el fin de cada jornada.

El hombre ha multiplicado o dividido esta unidad, comprendida entre albores y ocasos, en semanas, meses años, siglos; horas, minutos…

Sírvase usted mismo, cuéntelo como más le convenga. Los atletas o pilotos de Fórmula 1 lo hacen por milésimas de segundo. Uno más o uno menos pueden significar podio o fracaso. Los jubilados hacen particiones más flexibles. Por mañanas y tardes. Según el tiempo atmosférico, brasero o paseo, con billete de ida y vuelta. Alguna parada con los vecinos que se han ido encontrando en el trayecto. La tarde desciende apaciblemente hasta la hora del telediario.

El transcurrir de los años ha ido alejando a los abuelos de los cuarteles de estos que hoy, siendo los mismos, cambiaron las rayas por arrugas. Y estas, en lugar de disminuir, aumentan.

Dando un paseo fluye en el silencio de la dehesa entre encinas centenarias, esta reflexión.

¿Para qué llegar tan pronto de dónde no has de volver luego? Espacia el paso y disfruta.  El camino es bello, placentero a los sentidos. Pequeños detalles que a veces pasan desapercibidos.  Macetas en las rejas, el musgo verdinegro en las umbrías, la lagartija al sol, el planear del águila en el cielo, las margaritas en los prados, las caprichosas formas de las piedras, el riachuelo… ¿Para qué llegar tan pronto si la vida es el trayecto y cuando en verdad llegas ya estás muerto?

 

Mi querida España

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Esta piel de toro que habitamos con rabo por Gibraltar, costillares en la meseta e ijares en tierras extremeñas, está curtida al sol del mediodía y azotada por vientos de distintas direcciones: solanos, cierzos, mistrales, gallegos, tramontanas…Además de remolinos y tolvaneras que sorprenden con violentas espirales. Pero, al mismo tiempo, es susceptible e irritable cuando le tocan sus partes más sensibles.

No es alergia de adolescencia, pues es vieja y está experimentada en mil batallas. Lo genera su propia idiosincrasia, su sistema inmune que se replica a sí mismo como el eco de la tormenta entre montañas.

 

 

 

 

 

 

 

 

En ella pusieron sus pies iberos, celtas, celtíberos, fenicios, griegos, tartesios, cartagineses romanos, godos, musulmanes que fueron dejando un poso de culturas y civilizaciones…Y, desgraciadamente, también de guerras. Tenemos un listado numeroso. Entre otras, la de Sucesión a la muerte de Carlos II, la de la Independencia contra los franceses, la guerra de los Comuneros de Castilla, con Carlos I de España y V de Alemania como emperador, que llevaron al cadalso a Padilla Bravo y Maldonado, como citábamos de corrido en la escuela. Tres guerras carlistas por la pugna entre los partidarios del infante Carlos María Isidro e Isabel II, la permanente disputa entre conservadores y liberales. Y la más reciente, la civil del treinta y seis.

La Constitución de 1978, con zonas de penumbra mejorables, ha propiciado un largo periodo de estabilidad y progreso. Pero a esta piel, que debería de estar curada de espanto y asentada, todavía le salen urticarias.

Después de seis siglos no hemos conseguido tapar las grietas de su construcción por la falta de visión política de unos dirigentes que se pasan o no llegan.

 

 

 

 

Este desasosiego de acostarnos temiendo que las goteras del techo, allá arriba, nos echen el edificio abajo, es un continuo sinvivir. No podemos soportar permanentemente esta zozobra.

José Ortega y Gasset en la ‘España invertebrada’ escribe: “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás”.

Y cuando uno no se siente parte del grupo tira de la manta y deja con los pies al aire a los demás. Viendo de donde proceden los tirones puede suponerse quiénes vamos a sufrir los primeros estornudos.

No queremos una situación como la que describió Antonio Machado: “Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, la malherida España/ de carnaval vestida/nos la pusieron pobre, escuálida y beoda, /para que no acertara la mano con la herida”.

Cambiarán los gobiernos, pero los problemas seguirán mientras no se les dé solución, que no pasa por enfrentar a la mitad de los españoles con la otra mitad. Esta tarea corresponde a estadistas de altura que, sin caballos de Pavía ni destrucción del Estado, sean capaces de fijar límites claros, precisos y estables, sin menoscabo de dignidad y derechos para nadie.