Me dijo un viejo amigo, curado de asombros y escéptico por norma, que las viviendas que poseemos no son nuestras. Somos arrendatarios. Cuando pagamos la contribución abonamos el alquiler anual. Si dejamos de hacerlo, tras apercibimientos e incrementos, te embargan y podemos quedarnos sin ellas. Así ha sido con toda clase de gobiernos.
Los otros bienes y servicios públicos, como la educación, la sanidad y las infraestructuras son nuestros porque los pagamos y mantenemos con nuestros impuestos.
Llega la hora de rendir cuentas a Hacienda. Ella recauda, los parlamentos a través de los presupuestos distribuyen y los gobernantes ejecutan.
El organismo recaudador facilita el proceso con el borrador y los datos fiscales, como algunos confesores te iban enumerando los probables pecados en los que podías haber incurrido y tú solo tenías que afirmar o negar.
Del control de los ingresos que percibimos de la Administración no se escapa nadie. En otros todavía existen pillerías. ¿No les han preguntado a ustedes alguna vez aquello de con IVA o sin IVA?
La aspiración mayoritaria es pagar lo menos posible. Los más pudientes y avispados en el ejercicio de la picaresca se van a paraísos fiscales, blanquean con argucias técnicas el dinero negro conseguido a saber cómo o directamente tocan la bolsa con la mano sin que a veces les piten ni penalti.
La mayoría de los ciudadanos sabemos que para que existan servicios educativos, sanitarios y de infraestructuras hace falta dinero y que debemos colaborar todos en la medida de nuestra capacidad.
Las campañas publicitarias tratan de mentalizarnos de esa necesidad y con más o menos convencimiento está asumido. Pero un mal ejemplo de los que están al lado del asa lo estropea todo. El descubrimiento de fraudes cometidos por personajes que desempeñan o han desempeñado funciones públicas mina la confianza de los contribuyentes. Lo que más irrita es la desfachatez y el cinismo de los que cometen estos delitos y nos han estado aconsejando de la necesidad de que seamos solidarios y colaboremos en el mantenimiento de los servicios e inversiones del Estado.
Los ciudadanos tenemos derecho a exigir una buena gestión de los recursos que aportamos y que no los dilapiden en obras faraónicas de dudosa utilidad a las que les crece la hierba en las juntas sin haber sido utilizadas. Pongamos que hablo, por ejemplo, de ciertos aeropuertos donde se ven más estatuas que aviones.
Ante esto no hay que extrañarse que la gente pague a regañadientes porque no tiene más remedio, pero si pudiera no lo haría. Nos hace falta la educación ciudadana derivada de la confianza que debe inspirar la buena gestión de los recursos y la comprobación de su eficiencia.
Los que administran nuestros impuestos y los malgastan deberían rendir cuentas de su utilización y gestión, y recibir, si el caso fuera, la reprobación social, pero no con recriminaciones que se olvidan pronto y duelen poco, sino judicial y pecuniariamente.