He conocido a personas que trataban a sus padres de usted cuando se dirigían a ellos. Otros los llamaban papa y mama, llaneando acentos por resultarles cursi lo de papá y mamá. Había quienes utilizaban los vocablos padre y madre y también viejo: ‘mi viejo’, ‘mi vieja’. No sé si con el cambio de costumbres han llegado algunos a llamarlos colegas o troncos.
La madre era la que más tiempo pasaba con los hijos. El padre se iba al trabajo. Era la que los aseaba, los vestía, los cuidaba si caían enfermos y soportaba sus travesuras durante la mayor parte del día. Cuando ya la tenían hasta más arriba de la coronilla exclamaba: ‘¡A ver si llega tu padre que te vas a enterar!’
Escuché decir a una persona que hasta que no tuvo hijos no llegó a comprender por qué a su madre le gustaban las colas de las sardinas más que los lomos de estas y las alas de las aves más que las pechugas.
Hablo de un tiempo en que no sobraban viandas en la mesa y a un pollo se le hacía más fiesta que a un portalito. Les dejaban las mejores presas a los hijos. Hoy, contemplada la vida desde el otero de la madurez, sabemos que los padres, salvo psicópatas, nos quitaríamos el pan de la boca para dárselo a ellos y, llegado el caso, sacrificaríamos nuestras vidas antes que ver perder las suyas. Un irresistible instinto de afecto que se transmite de generación en generación.
Cuando los hijos son pequeños quisiéramos detener el tiempo y disfrutar de su inocente ternura, de sus cachetes rosados y de la sonrisa que nos dirigen cuando les ofrecemos los brazos para cogerlos. No nos importa prolongar arrullos hasta las tantas para verlos entrar en el sueño placentero ni escatimar esfuerzos para prodigarles todos los cuidados que necesitan. Si nos valiera seríamos los guardianes querubes de sus cunas eternamente, sombras silenciosas velando su descanso. Trazaríamos sendas de algodón para sus pies con el fin de que no soportaran la dureza de inhóspitos caminos. Pero la protección que podemos ofrecerles es limitada y no dura toda su existencia. Deben seguir el recorrido donde tendrán que enfrentarse a dificultades que han de solventar sin ayuda.
Llegará un día en que nuestras manos tiemblen y nos falten fuerzas para sostener el peso del cáliz de la propia vida. Para ellos la lucha se libra en el exterior de la burbuja que quisiéramos proporcionarles siempre. Tenemos que educarlos para que aprendan a resolver sus problemas si no queremos que los engulla el mar enfurecido que brama en la noche y rompe su brusca furia en los acantilados. Enseñarles a proteger sus cuerpos y a forjar su voluntad en el temple para que la escarcha del invierno que resquebraja los terrenos en la madrugada no les impida andar sus pasos ni el viento solano abrase por desprevenidos las amapolas tiernas de sus labios. Para ello tendrán el escudo de su formación. Fidelidad a su palabra y obrar en consecuencia con sus ideas. Así ganarán el respeto y el aprecio de los demás. Que confíen y amen a quienes los quieran, entre los que difícilmente encontrarán un amor más desinteresado que el que nosotros les damos.