Quedan vestigios materiales, ya en desuso, de Semanas Santas pasadas, como un velo negro de encaje guardado en el arcón y un reclinatorio con tela de terciopelo rojo. Sabores de pestiños y gañotes, bolla y rosquillas blancas de harina y huevo. Y recuerdos entrañables.
Mi madre, después de poner en los pies de la cama la ropa que nos debíamos poner cada uno de nosotros, daba los últimos retoques a mi pelo y ajustaba la camisa blanca de tergal recién estrenada, aquellas novedosas que no había que planchar y mantenían los puños y el cuello tiesos. No sé cómo llevarían los discípulos los pies cuando se los lavó Jesús, pero los nuestros iban escamondados y perfumados aquella tarde para que el cura les echara agua clara con la jarra y la jofaina y después los besara.
En la iglesia olía a azahar, a lirios y a incienso. En los bancos de delante, velo, rosario y misal, las mujeres, en los de atrás, con traje de fiesta, los hombres. Las autoridades en el altar mayor, muy circunspectos. Eran días de comuniones masivas para cumplir con pascuas. El cura tenía por costumbre anotar su número en un diario colgado en la pared de la sacristía. Los monaguillos llevaban la cuenta también por si él se confundía.
En los días previos había habido confesiones con dos confesores, el párroco y uno que venía de fuera a ayudar. Yo decía de corrido la retahíla de mis supuestos pecados, que eran siempre los mismos. Con un padrenuestro, tres avemarías y una recomendación de mejor comportamiento, me despachaba. Me llamaban la atención los que se tiraban media hora soltando lastre y en mi curiosidad de niño me preguntaba qué penitencia les pondría. Me comentó un amigo lo que le sucedió a él en una ocasión. Llegó, se postró y saludó, como nos habían enseñado de niños: “Ave María Purísima”. “Sin pecado concebida”, respondió el cura. Después, un silencio que se cortaba. El sacerdote le ofreció salida: “Tú dirás”. Mi amigo desconcertado, porque no sabía cómo seguir, repuso: “Empiece usted a preguntar y yo le iré diciendo si lo he hecho o no”.
Durante la Cuaresma y hasta el Domingo de Resurrección las imágenes de los altares permanecían tapadas con lienzos morados. Yo tenía ganas de verlas sin ropajes, pero las mujeres que se dedicaban a vestirlos y desvestirlos, nos alejaban del sitio, como preservando pudores a la madera y al barro.
Los sermones, me aburrían solemnemente. Decían que eran de siete palabras y pasarían de siete mil. Yo, mientras el predicador en el púlpito desgranaba misterios y dogmas, me entretenía mirando las reacciones de los fieles y en alguna inoportuna cabezada que se escapaba a las puertas de la gloria del sueño.
Un feligrés, depositario de una tradición pérdida, cantaba la sentencia y muerte de Jesús: “Yo, Poncio Pilatos, gobernador del Imperio romano…” Los alabarderos, colocados en formación en el presbiterio, rendían espadas y alabardas al llegar al momento supremo de la expiración.
Al salir de los oficios a la calle, el humo del aceite de los churros se elevaba hasta la cornisa del edificio donde colocaba su puesto Manuel, cuando ya el sol se despedía de amarillo. Comenzaba entonces el paseo hasta que la matraca avisaba del comienzo de la procesión.