Estos días que van de la gula de Nochebuena a la bacanal de Nochevieja son más tranquilos que los picos que forman su valle. La luz del sol empieza a abandonar la verticalidad sobre el trópico de Capricornio y ya gatea por las paredes del invierno hacia el norte para cruzar el ecuador en primavera y alcanzar el trópico de Cáncer en el solsticio de verano. El poeta Ángel González describió magistralmente, presintiendo ya el final, la luz de ahora: “Deja que pasen estos días, /deja que pasen estos años/y entre tanto/agradece el regalo de la luz/ del cielo de diciembre/tan discreta/que es casi solo transparencia/no ofende y es muy bella”.
Su delicadeza, oblicua y tenue, me recuerda otras navidades porque, aunque los hombres cambiemos de costumbres, la tierra en su periplo alrededor del sol sigue trayendo a cada estación su peculiar luz año tras año.
Y la de estas fechas me recuerda en los días soleados a los paseos después de comer por los verdes prados del ejido, a las amanecidas con escarcha en los tejados y en los días de lluvia o frío a un niño que mira a través de los cristales de la ventana a gente que pasa por la calle sentado al calor de las enagüillas y el brasero.
La Nochevieja era una fiesta que celebraban los que estaban más allá del muro, ajena a ese niño que todavía pasaba más tiempo jugando al balón que trasnochando por las tierras ignotas de la adolescencia.
Las primeras noticias que escuchamos de su celebración los de mi edad provenían de los relatos de los jóvenes que iban a los bailes de Azuaga, celebrados y famosos entonces. En el mío aún la noche de san Silvestre pasaba como una más.
Mas llegó el momento de descubrir un año cómo eran esos bailes que llamaban cotillones de los que hablaban con entusiasmo nuestros adelantados en edad.
Así que, siendo aún mozalbetes imberbes en la frontera difusa de la pubertad, un grupo de amigos decidimos poner rumbo a la aventura. Buscamos medios y planificamos estrategias para que no se enterasen nuestros padres y poder disfrutar de ese El Dorado festivo que en nuestras mentes habían creado los relatos de los que asistían a sus celebraciones.
En una furgoneta que cobraba por plazas emprendimos entusiasmados y expectantes, oliendo a ‘Varón Dandy’, nuestro viaje a la gran noche.
El problema se presentó cuando no nos dejaron entrar en el local porque éramos menores de edad, así que tuvimos que disfrutar como espectadores desde el exterior del ambiente y el jolgorio que había dentro. Globos colgados del techo, capiruchos, serpentinas y confetis. Las mujeres de Azuaga, con merecida fama de guapas, bailaban con sus parejas al ritmo de la orquesta Capitol de la que formaba parte el gran músico Quico, el Espartero, que actualmente me honra con su amistad.
Al día siguiente nos preguntaban los amigos por detalles de la fiesta y de cómo nos lo habíamos pasado. Respondíamos, haciéndonos los interesantes, con sonrisas cómplices y cara de pícaros avezados en juergas y aventuras amorosas: ¡No os podéis ni hacer idea! Eso no es para contarlo, sino para vivirlo. Aunque aquella noche nos quedamos a las puertas del paraíso y solo vislumbramos la gloria a través de los barrotes de una ventana.
2 respuestas a «Otras Nocheviejas»
Como siempre hermosa descripción de una época con gran sensibilidad y acierto. Yo podría decir lo mismo, cambian los lugares.Segura de León donde los bailes estaban prohibidos y Bodonal de la Sierra donde le permitían los guateques nosotros no íbamos en furgoneta,el camino lo hacíamos andando,
Como siempre hermosa descripción de una época con gran sensibilidad y acierto. Yo podría decir lo mismo, cambian los lugares.Segura de León donde los bailes estaban prohibidos y Bodonal de la Sierra donde le permitían los guateques nosotros no íbamos en furgoneta,el camino lo hacíamos andando,
Nosotros también íbamos a Berlanga desde Ahillones andando, Marcelino. Cuanto más prohibían los bailes, más grande era el celo.