Todos los veranos hay olas de calor y de playa. Las del mar para quienes gusten y puedan. A mí me fascinan las que llegan con sus testuces levantadas y embisten furiosas, rompiendo sus crines de espuma contra los acantilados. O las de madrugada cuando se escucha su incesante vaivén de sonajeros rotos. Y ver la luna rielando en sus espaldas. Las que acompañan al baño, menos. No por ellas, sino por el molesto peaje de la arena caliente en la planta de los pies y su querencia a pegarse a mi cuerpo.
Las otras olas, las de calor, llegan montadas en caballos de calima desde tierras africanas: polvo, sudor y fatiga. Las sufren con especial intensidad los que viven en las vegas del Guadalquivir y del Guadiana, donde el sol se desploma en las vaguadas haciéndose el muerto y les resulta difícil a los vientos levantar sus posaderas para que remonten el vuelo.
En el rincón suroeste de España, ijares de la piel de toro, hay un triángulo con forma de parrilla que es tarjeta de presentación del averno en llamas-Badajoz, Córdoba y Sevilla- donde estamos acostumbrados a sudar la gota gorda y a rondar por los cuarenta grados. Cuando la siega era hoz, cintura doblada, gavilla, sombrero de paja, barril entre haces y pañuelo en la nuca, el remedio lo traía el rapaz aguador que no tenía más oficio que hacer ‘verea’ con el cántaro al hombro: del tajo al pozo y del pozo al tajo. Con él aliviaban el calor, prendido en sus lomos como plástico ardiendo, los esforzados, casi esclavos, segadores que trabajaban en cuadrilla.
Calor hacía antes y hace ahora, con la diferencia de que antes se mitigaba con los pocos medios naturales al alcance y con la experiencia acumulada. Actualmente hay más maneras de evitarlo. La principal para los hombres y mujeres del campo ha sido el cambio en las formas de realizar las faenas. “Esas jocis y esa segureja’ quedaron para siempre clavadas en el techo y ya ni para un embargo sirven.
Ahora avisan de altas temperaturas con alertas amarillas. Los consejos son de una lógica elemental. Beber mucha agua, buscar la sombra y evitar el ejercicio físico en las horas centrales del día.
Pareciera que la calima, ese manto que desvanece el azul celeste con un tono blanquecino y vuelve al aire denso, fuera una aparición novedosa que nunca visitó estos lares. Es de siempre, de la cepa extremeña y veraniega. Resulta que después las estadísticas muestran que esas mismas temperaturas o más elevadas se dieron en tal o cual año, con lo que parece que el calor difumina pronto la memoria. Peor es la elevación de la temperatura media, gangrena silenciosa del cambio climático que avanza.
Yo recuerdo los espejuelos que forma la flama a lo lejos, en los caminos y en las carreteras, y más cerca, en las siestas, agarrada como pantera al acecho al cortinón del corral. La abuela con el abanico en el regazo en la mecedora debajo del reloj. Y las hojas de los árboles, inmóviles, como si el aire las hubiese rodeado de melaza.
Deseando que las de la playa sean placenteras y las del interior no agobien, con esta columna, me despido, amables lectores, hasta septiembre, con permiso de la autoridad y si por bien fuere.
¡Gracias por tus escritos y que pased buen verano!M.
Muchas gracias, M. Pura. Igualmente.